En el inmenso conjunto de virus que componen las poblaciones virales, de vez en cuando surge alguno que funciona mejor que el resto y que, gracias a la acción de la selección natural, aumentará su frecuencia.
La gripe, el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA), las fiebres hemorrágicas causadas por el virus del Ébola y la covid-19 tienen algo en común: son enfermedades causadas por virus de ARN. Todas ellas, independientemente de la gravedad de sus síntomas, tienen una enorme dificultad para ser erradicadas. Este hecho está estrechamente relacionado con la gran capacidad evolutiva de los virus que las causan.
De ahí se deduce que cualquier estrategia efectiva frente a los virus de ARN debe tener en cuenta este factor evolutivo. Pero ¿es posible predecir cómo cambian los virus?
La gran diversidad genética viral
Todos nos hemos acostumbrado a escuchar que los virus de ARN evolucionan muy rápido. Por eso hablamos con total naturalidad de variantes y subvariantes. Sin embargo, nos cuesta hacernos a la idea de que, cuando contraemos la gripe o la covid-19, en realidad nuestro cuerpo contiene un número inimaginable de virus (que puede ser del orden de 10¹²) que suelen presentar diferencias en sus genomas. Dicho de otro modo: nunca nos infecta una sola variante o subvariante.
Podemos visualizar el genoma de un virus de ARN como una cadena en la cual las letras A, C, U, G –que designan las cuatro unidades básicas o nucleótidos que componen esta molécula– se disponen siguiendo cierto orden. Ese orden contiene la información necesaria para producir nuevos virus tras infectar una célula. Sería algo similar al sentido que da a un texto el orden en que se suceden las sílabas y las palabras en él. Si alteramos ese orden se cambiará también su significado. Del mismo modo, si cambiamos las secuencia de los nucleótidos en un genoma viral, es posible que surjan virus con nuevas capacidades.
Los genomas de los virus de ARN tienen una longitud media de unos 10 000 nucleótidos, así que, al menos en teoría, se pueden conseguir 4¹⁰⁰⁰⁰ virus distintos. Sin embargo, hay que tener en cuenta que no todas las combinaciones de nucleótidos tienen sentido, ya que muchas de ellas pueden no producir virus viables, del mismo modo que hay mezclas de palabras que dan lugar a párrafos sin sentido.
Si en el momento de sufrir una infección nos tomaran una muestra de tejido infectado y la analizaran, en cada una de esas 10 000 letras que en promedio forman el genoma viral se observaría la que predomina en todo el conjunto de virus que existe en la muestra. Así obtenemos una secuencia, que podemos considerar la secuencia de “nuestro virus”, el que nos está haciendo daño en ese momento. Pero que, en realidad, corresponde a un promedio de miles de millones de secuencias distintas.
Para colmo, esas secuencias están cambiando continuamente debido a que, previamente a la generación de un nuevo virus, en un tiempo muy corto, todas las letras que formarán su genoma tienen que ser copiadas. En el proceso, es frecuente e inevitable que se produzcan errores: son las denominadas mutaciones.
¿Qué dirige la evolución de los virus?
En el inmenso conjunto de virus que componen las poblaciones virales, de vez en cuando surge alguno que funciona mejor que el resto y que, gracias a la acción de la selección natural, aumentará su frecuencia. Sin embargo, la evolución no es algo determinista y no siempre lo mejor es lo que se acaba imponiendo. Eso sucede porque la evolución también está gobernada por el azar.
Para empezar, la generación de mutaciones es un proceso aleatorio, lo que quiere decir que las más ventajosas no siempre están disponibles. Además, no todos los individuos infectados por un virus son igual de exitosos a la hora de transmitirlo a otros, algo que en buena medida va a depender de sus contactos sociales.
Por último, el número de partículas virales que se transmiten entre individuos suele ser pequeño. Esto significa que en cada evento de transmisión se produce un cuello de botella poblacional, en el que la diversidad genética puede verse muy reducida.
Durante un proceso epidémico, la evolución viral supone la alternancia de millones y millones de cuellos de botella poblacionales –-tantos como nuevas infecciones– seguidos de la posterior amplificación exponencial del virus en cada nuevo individuo infectado.
Es muy difícil integrar a nivel poblacional todo lo mencionado, lo que hace muy complicado predecir el sentido que tomará una epidemia. Los virus se transmiten en un ambiente complejo en el que interaccionan muchas variables que no es posible controlar –unas debidas al propio virus y otras a circunstancias ajenas a él–. Como consecuencia, establecer correlaciones entre el ambiente, los cambios genéticos y los efectos de esos cambios no es tarea sencilla.
Buscando regularidades
Lo que sí podemos hacer los científicos es buscar regularidades en el comportamiento de los virus, de modo que nos sea más fácil aventurar cómo van a cambiar. Una de las herramientas que utilizamos para ello es la evolución experimental o, lo que es lo mismo, reducir la complejidad del mundo real realizando ensayos en los que los virus se propagan en condiciones controladas en el laboratorio.
De este modo, comparando el virus de partida con el resultante de su evolución en las condiciones analizadas, podemos aprender mucho sobre los factores que influyen en el proceso de su adaptación a los cambios ambientales.
Mediante esta aproximación se han estudiado temas tan importantes como la influencia en la evolución viral del número de partículas que inician cada infección, la relevancia de la frecuencia con que el virus se equivoca al copiar su genoma, la capacidad de los virus para aumentar el tiempo que conservan su infectividad en el ambiente o los factores que determinan la aparición de mutantes resistentes a los tratamientos.
En ocasiones, los estudios mencionados no se realizan con virus patógenos, ya que su manejo tiene más restricciones que el de otros virus más inocuos. Aunque cada virus tiene sus particularidades, lo que se pretende es buscar algún tipo de patrón que sea generalizable a un mundo en el que lo dominante es la falta de certezas.
Así es la ciencia básica, una herramienta muy valiosa, pero cuyos resultados –en este caso el diseño de estrategias más efectivas frente a los virus– no siempre son evidentes ni inmediatos.
Es muy recomendable que nuestra urgencia por encontrar soluciones no nos haga olvidar que las aplicaciones no preceden al conocimiento, sino que siempre surgen tras él.
Ester Lázaro Lázaro, Investigadora Científica de los Organismos Públicos de Investigación. Especializada en evolución de virus, Centro de Astrobiología (INTA-CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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