Insulina y leptina, el tira y afloja de lo que comemos

El azúcar procedente de la dieta (la glucosa) es la fuente principal de energía del ser humano. Esta glucosa es la encargada de mover nuestros músculos, hacer funcionar nuestros órganos y, sobre todo, alimentar a nuestro cerebro. | Fuente: Freepik/ jcomp

El azúcar procedente de la dieta (la glucosa) es la fuente principal de energía del ser humano. Esta glucosa es la encargada de mover nuestros músculos, hacer funcionar nuestros órganos y, sobre todo, alimentar a nuestro cerebro.

Comer o no comer, esa es la cuestión. La insulina y la leptina son las hormonas encargadas de regular cuánta comida necesitamos ingerir. Tan crucial es su papel que la resistencia a estas hormonas puede llegar a generarnos un problema de obesidad, diabetes o incluso alzhéimer.

Al escuchar la palabra insulina, prácticamente todos pensamos en esas personas mayores que no pueden comer un trozo de una tarta deliciosa en la típica merienda familiar y que, por desgracia, tienen que pincharse cada dos por tres porque tienen el azúcar alto. Pero ¿qué es la insulina? Y aún más importante, ¿por qué la necesitan tantas personas?

Los semáforos de la ingesta

El azúcar procedente de la dieta (la glucosa) es la fuente principal de energía del ser humano. Esta glucosa es la encargada de mover nuestros músculos, hacer funcionar nuestros órganos y, sobre todo, alimentar a nuestro cerebro.

Siendo tan importante, ¿cómo nos aseguramos de que a nuestros órganos y a nuestro cerebro les llega esa energía? La respuesta es sencilla: gracias a la insulina. Se trata de una hormona pancreática que abre un portal en las células que componen nuestros órganos. Así permite que la glucosa de la sangre pase a su interior y se utilice para obtener energía.

¿Qué es lo que ocurre cuando comemos? El azúcar –o glucosa– de la comida que ingerimos pasa a la sangre y, cuando los niveles son altos, se genera una alerta en nuestro cuerpo que rápidamente indica al páncreas que produzca insulina. La insulina viaja por la sangre, llega a las células y abre una puerta en ellas para que entre la glucosa. Como consecuencia, los niveles de glucosa en sangre bajan, la glucosa se transforma en energía dentro de las células y nosotros, tras un rato, nos sentimos activos.

Otra hormona que también se produce cuando comemos es la leptina. Esta sustancia se considera una adipoquina porque, como indica su nombre, se produce en el tejido adiposo, lugar donde acumulamos grasa. Sí, esos michelines que tanto odian algunas personas tienen nombre y apellido: tejido adiposo.

Cuando comemos, el tejido adiposo produce leptina, que viaja hasta nuestro cerebro y le dice: “Venga, deja de comer, que ya has tenido suficiente”. Es decir, es una hormona saciante que regula las reservas de grasa.

La insulina y la leptina, como se puede intuir, no son independientes. De hecho, cuando comemos, la insulina que se secreta favorece que se produzca leptina. La leptina hace que tengamos menos apetito (porque estamos llenando nuestras reservas de grasas) e impide que se secrete más insulina. Forman un buen equipo.

Las consecuencias de los excesos

Estos sistemas de control de la ingesta y de los niveles de glucosa pueden alterarse en diversas situaciones: con el envejecimiento, el tabaquismo, el sedentarismo, problemas genéticos, cuando nos excedemos con la comida (y no sólo cuando vamos a comer a casa de la abuela), etc.

En todos esos casos, nuestro cuerpo se agota y se desensibiliza ante los efectos de estas hormonas. Pasa como cuando nos echamos una colonia fuerte: al principio huele muchísimo, pero pasados 10 minutos ya nos parece que no huele a nada.

Si no mantenemos un ritmo de vida saludable, el páncreas puede dejar de producir insulina correctamente. También puede ocurrir que nuestras células dejen de ser sensibles a la insulina, aunque los niveles de la hormona sean normales o incluso elevados. Se dice entonces que somos resistentes a la insulina.

Por ello, las personas con resistencia a la insulina, y también las personas que no la producen adecuadamente, tienen niveles de glucosa en sangre muy elevados y mayor riesgo de padecer diabetes. De hecho, ciertas personas con diabetes necesitan pincharse insulina para mantener estables los niveles de azúcar en sangre.

La resistencia a la leptina también existe. Por ejemplo, ocurre en condiciones de obesidad. Las personas con obesidad tienen niveles elevados de leptina en sangre. Curioso, ¿verdad? Lo que ocurre es que excederse con la comida a largo plazo produce daños en el cerebro que impiden que la leptina dé la señal de STOP. Esto impide que nos sintamos saciados y dejemos de comer, lo que se convierte en un círculo vicioso. De hecho, modelos animales modificados genéticamente para que no produzcan leptina o su receptor desarrollan obesidad severa.

La resistencia a la insulina y a la leptina son problemas de salud cada vez más graves debido al estilo de vida que se lleva promoviendo en nuestra sociedad durante décadas. Muchas veces son pasos previos al desarrollo de enfermedades crónicas como la obesidad o la diabetes. También pueden acompañar al envejecimiento no saludable.

Mens sana in corpore sano

Se ha descrito que la resistencia a la insulina y a la leptina está relacionada con la enfermedad de Alzheimer. ¿Qué tendrán que ver?

Como decíamos antes, la glucosa es el alimento favorito del cerebro. En modelos animales de alzhéimer se han detectado fallos en la señalización de insulina en el cerebro, en concreto en la zona del hipocampo. Esta región, encargada de la memoria, es la primera que comienza a deteriorarse en los inicios de la enfermedad.

Como decíamos, insulina y leptina van de la mano y, tal y como esperábamos, la señalización de la leptina también falla. Se ha descrito que en pacientes con alzhéimer se produce resistencia a la leptina. Por suerte, esto ha permitido definir tanto a la insulina como a la leptina como componentes cruciales para el correcto funcionamiento del cerebro.

Vale, nos ha quedado claro, la insulina y la leptina se encargan de regular lo que comemos para que tengamos energía y nuestro cuerpo y cerebro funcionen bien. Pero además, la relación directa con la enfermedad de Alzheimer las convierte en posibles dianas terapéuticas, en blancos hacia los que dirigir terapias que puedan ayudar a tratar o ralentizar este tipo de enfermedades neurodegenerativas. Y conseguir de esta manera, como decían nuestros antepasados romanos, una mens sana in corpore sano.


Este artículo fue finalista en la II edición del certamen de divulgación joven organizado por la Fundación Lilly y The Conversation España.The Conversation


Elvira de Frutos González, Profesora de Fisiología humana y doctoranda. Departamento de Ciencias Básicas de la Salud, Facultad de Ciencias de la Salud, Universidad Rey Juan Carlos and Marina Martín Taboada, Investigadora predoctoral en Bioquímica. Departamento de Ciencias Básicas de la Salud, Facultad de Ciencias de la Salud, Universidad Rey Juan Carlos

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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