¿Cómo surge un episodio de histeria colectiva? El ejemplo del gaseador de Mattoon

El “gaseador” probablemente no fuera otra cosa que una creación del imaginario colectivo a canalizar tensiones mediante una búsqueda activa de “culpables”. | Fuente: Unplash

La mecánica en la histeria colectiva es siempre la misma. Cambia con el devenir del tiempo, la forma y manifestación de los monstruos, los enemigos o los males, pero no así el origen atávico de los miedos que los movilizan.

Podemos asumir que la histeria colectiva, denominada también en la actualidad “enfermedad psicógena masiva” (EPM), es un fenómeno de ansiedad grupal, caracterizado por la aparición de una serie de alteraciones psicológicas y físicas que se propagan rápidamente en un determinado grupo. En consecuencia, el sujeto se despersonaliza y se genera un “alma colectiva emergente”, como indicaba el padre de la psicología de masas, Gustave Le Bon, sin que se evidencie ningún tipo de trastorno a nivel individual.

Algunos de estos episodios se han utilizado para intentar justificar eventos psicosociales extremos a lo largo de la historia. Entre ellos, etnocidios y genocidios.

Para entender cómo funcionan y se propagan, utilizaremos un caso histórico muy concreto, acontecido en Estados Unidos.

Paso 1: generar ambiente

Durante la II Guerra Mundial, la situación sociopolítica de EE.UU. era relativamente tensa, pues los medios de comunicación no paraban de difundir la sospecha del quintacolumnismo. Las consecuencias de enviar muchos jóvenes a combatir en Europa eran más palpables en las zonas rurales, repletas de mujeres recién casadas sin marido, de padres sin hijos y de niños sin padre. Es decir, de familias sometidas a un potente estrés.

Este era el caso, en el verano de 1944, de la pequeña localidad de Matoon, Illinois, que contaba con una población de unos 16 000 habitantes. Y en la noche del 31 de agosto todos aquellos miedos colectivos que habían alimentado la caldera de la EPM iban a encontrar, por fin, un evento catalizador.

Un matrimonio se despertó con una desagradable sensación de mareo. Urban Raef no pudo levantarse de la cama, paralizado, aturdido y presa de nauseas incontrolables. La vivienda estaba inundada de un extraño olor. Su esposa experimentaba idénticos síntomas. Tras comprobar las espitas del gas y abrir las ventanas, el olor comenzó a disiparse y los síntomas se mitigaron. Esa misma noche, en otra parte de la ciudad, una mujer se despertó en idénticas condiciones, hecho que ayudó a la difusión del acontecimiento.

Durante la noche siguiente –1 de septiembre– otra mujer, apellidada Kearney, dormía junto a su hija de tres años y se despertó a causa de un singular olor dulzón, a la par que experimentaba una horrible parálisis en las piernas. Su hija tosía y lloraba. Pero lo más inquietante resultó ser el relato de su esposo, quien, al llegar a casa del trabajo, había observado a una persona alta, vestida con ropa oscura y un gorro ajustado, merodeando por el jardín. Indicó que había perseguido al individuo, pero que finalmente se escabulló sin dejar rastro. La policía aventuró la posibilidad de que se tratase de un ladrón que pretendía dormir a los habitantes de la casa con algún tipo de agente anestésico.

Paso 2: alimentar el relato

Estos sucesos llegaron a oídos de un anónimo reportero del periódico local, el Daily Journal Gazette, quien reunió los escasos datos disponibles y generó una historia sin evidencia alguna: un individuo estaba atacando insidiosamente a los ciudadanos de Mattoon con un misterioso gas. Así surgió la designación amarillista del “anestesista merodeador”.

Tras la publicación de esta fake news, la policía recibió notificación de otra docena de posibles ataques, entre los que destaca uno acaecido en la noche del 5 de septiembre. Cuando el matrimonio Cordes regresaba a su hogar sobre las diez de la noche, advirtieron la inusual presencia de un objeto extraño tirado en el porche: un paño blanco empapado en alguna clase de sustancia. Al recogerlo, la señora Cordes lo olió y, de inmediato, perdió el equilibrio, vomitó, su rostro y sus labios sufrieron quemaduras, entretanto sangraba por la boca.

Aunque la policía encontró en las inmediaciones un juego de ganzúas y concluyó que alguien estaba intentando entrar en la casa y se vio interrumpido por la llegada intempestiva del matrimonio, remitió el paño a los laboratorios de la Universidad de Illinois y los análisis químicos sólo reportaron la presencia de tetracloruro de carbono (CCI).

Este compuesto era utilizado en la más importante fábrica local, la Atlas-Imperial, dedicada fundamentalmente a la fabricación de motores diésel para barcos. Pero sus directivos afirmaron emplear esta sustancia, que definieron como “inocua”, sólo para el llenado de los extintores de incendios, por lo que se especuló que los síntomas denunciados serían alguna clase de reacción alérgica.

El 6 de septiembre hubo tres denuncias más de “ataques” y avistamientos sospechosos, por lo que la policía local se empleó a fondo, en turnos de 24 horas. Pero lo interesante fue que, a medida que la histeria colectiva se iba abriendo camino en la comunidad, los relatos de los supuestos testigos y agredidos fueron despojándose del “componente gas”, y sólo la prensa continuó, sutilmente, hablando del “gaseador loco” (mad gasser) o del “anestesista fantasma” (phantom anesthethist).

Paso 3: las autoridades “acreditan”

Los vecinos, cada vez más sumidos en la emergente paranoia, exigían respuestas “inmediatas y contundentes”. Muchos ciudadanos incluso se armaron y conformaron patrullas de vigilantes que ocuparon las calles. Pero nunca se vio ni se detuvo a alguien remotamente parecido a las descripciones periodísticas, pese a que los informes de asaltos y avistamientos del “gaseador loco” se sucedían sin solución de continuidad.

A petición de las autoridades locales, el Federal Bureau of Investigation (FBI) desplazó a Mattoon a varios agentes. Esta medida no ayudó en nada a tranquilizar la situación, pues se llegó a la lógica conclusión de que, si el Gobierno se tomaba tan en serio el asunto, es que debía serlo.

El pánico se fue extendiendo, a la vez que la falta de respuestas se veía reemplazada por más rumores y nuevos bulos cimentados en los anteriores. Se empezó a difundir en la comunidad la tesis de que individuos alemanes y japoneses se habían infiltrado en la población y estaban realizando “experimentos” con armamento químico. Incluso se barajó que pudiera ser un “ataque de falsa bandera” por parte del propio Gobierno, que utilizaría a los habitantes de Mattoon como conejillos de indias para realizar experimentos militares.

Dada la ausencia de evidencias sobre el gaseador, la policía terminó por sostener públicamente que los síntomas atribuidos a los ataques eran el resultado de vertidos tóxicos emanados de alguna de las plantas industriales que cercaban la ciudad. De hecho, indicó que sustancias como el CCI ocasionaban, en determinadas concentraciones, el mismo olor dulzón descrito en algunos supuestos ataques y podían inducir síntomas como los especificados por las víctimas.

Como es lógico, temerosos de tener que afrontar un aluvión de demandas, los ejecutivos de Atlas-Imperial argumentaron que era cierto que usaban CCI y tricloroetileno, pero en “tan escasa cantidad” (apenas unos galones) que era imposible que resultara tóxico para nadie. En cualquier caso, muy posiblemente se utilizó el CCI en mucha mayor cantidad de lo reconocido o se trató de ocultar algún vertido del producto, lo que podría explicar los efectos percibidos por algunos habitantes de Mattoon especialmente susceptibles.

La fábrica cerró en 1950 y nunca se volvió a tener noticia de la ocurrencia de un evento similar en la localidad.

Paso 4: todo se calma y se explica

Pese a que las denuncias de supuestos ataques con gas seguían produciéndose, los periódicos llegaron a la convicción de que muchos de los informes que se recibían eran falsas alarmas y obra de bromistas. La historia, al parecer, ya no daba más de sí. Por ello, a la par que la tensión informativa en torno al “gaseador” se fue diluyendo, las cosas se fueron calmando en una localidad que regresó paulatinamente a sus historias rutinarias de pueblo pequeño. Así, el último incidente reportado tuvo lugar el 13 de septiembre, apenas catorce días después de que se desatara la locura general.

En 1945 se realizó una investigación de campo que concluyó que los ataques eran un asunto de histeria colectiva, hipótesis sustentada en el hecho de que la mayor parte de las denunciantes fueran mujeres jóvenes de bajo nivel cultural cuyos maridos se encontraban en la guerra europea, lo cual las había llevado a un estado de alta ansiedad y grave tensión nerviosa. El “gaseador” probablemente no fuera otra cosa que una creación del imaginario colectivo a canalizar tensiones mediante una búsqueda activa de “culpables”.

Los incidentes de aquella quincena loca en Mattoon, que nunca volvieron a repetirse, son siempre recordados como ejemplo perfecto de EPM, incentivado por los excesos de algunos reporteros fantasiosos y la sempiterna tentación de ganar protagonismo del político de turno.

Numerosos ejemplos de este fenómeno han tenido lugar a lo largo de la historia, como el caso de la “caza de brujas” inquisitorial, y en todos ellos es posible encontrar una ingente cantidad de similitudes. Concretamente extraños e inconsistentes síntomas, estigmas y diagnósticos médicos no contrastados, contextos sociopolíticos donde cataliza la idea de una “amenaza para la comunidad”, figuras humanas misteriosas o espectrales, eventos “inexplicables” y desgracias inesperadas que afectan a pacíficos lugareños. Pero también miedos indefinibles no del todo aclarados, búsqueda obsesiva de chivos expiatorios y autoridades que, por diferentes motivos e intereses, alimentan el debate público.

La mecánica en la histeria colectiva es siempre la misma. Cambia con el devenir del tiempo, la forma y manifestación de los monstruos, los enemigos o los males, pero no así el origen atávico de los miedos que los movilizan.The Conversation

Francisco López-Muñoz, Profesor Titular de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia, Universidad Camilo José Cela and Francisco Pérez Fernández, Profesor de Psicología Criminal, Psicología de la Delincuencia, Historia de la Psicología, Perfilación e investigador, Universidad Camilo José Cela

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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