Luego de ocho años, el escritor chileno Alberto Fuguet vuelve a la novela con un libro de más de 400 páginas que explora la dictadura y los primeros amores en el Santiago de Chile de los años ochenta.
Hace más de 25 años, el personaje interpretado por John Cusack en la película Alta fidelidad —adaptación de la novela de Nick Hornby— se preguntaba: “¿Escuchaba música pop porque estaba deprimido, o estaba deprimido por escuchar música pop?”. En su nueva novela Ciertos chicos, publicada por su nueva casa editorial Tusquets, el escritor chileno Alberto Fuguet pareciera preguntarse algo similar: ¿escuchaba música pop porque quería salvarme, o me sentía salvado por escuchar música pop?
Autor de libros popularísimos como Mala onda y Tinta roja, Fuguet ha sabido crear un “planeta” personal sobre el que gravitan cuerpos celestes fácilmente identificables: altas dosis de referencias a la cultura popular; personajes freaks, rotos, marcados por una sed incontenible de libertad; prosa ágil con flecos de oralidad que tejen una trama veloz al estilo de una película con muchos cortes en la edición. Todo ello está presente en Ciertos chicos, summa fuguetiana con guiños a su propia obra y escrita en clave de novela de aprendizaje.
Pero Ciertos chicos es también una novela política, tal vez la más política que haya escrito Fuguet. Son mediados de los años ochenta, la dictadura pinochetista está en su recta final, pero no su clima represivo ni su ideología ultraconservadora que se entroniza entre las familias de clase media y acuartela cualquier indicio de diversidad. Una fuerza confrontada por universitarios de militancia izquierdista que ponen la cruz a quien se atreva a dar señales de globalizado o consuma lo que provenga de la patria del Tío Sam y territorios afines.
En medio de ese ambiente, Tomás Mena y Clemente Fabres buscan vivir libremente su sexualidad, “conectar”, ser ellos mismos sin culpas de ninguna clase. Su refugio es la música pop, punta de lanza de una revolución silenciosa que, como si esto fuese una versión oscura de Footloose, tiene lugar en un Santiago de Chile donde ser abiertamente homosexual es un acto kamikaze y el atrevimiento de diferenciarse del resto se paga con el exilio interior, rodeado de otras soledades que conforman una escena contracultural incipiente.
Antes de unirlos en un romance, Fuguet prepara el terreno al diseccionar ambos personajes por separado, bajo la voz de un narrador que habla con un furor calibrado sobre aquellos años grises a través de fragmentos y diálogos chispeantes. Es patente su habilidad para pintar un fresco generacional y delinear una sensibilidad a flor de piel, pero también notorio su defecto al caer en las imposturas de sus protagonistas por incidir en retratarlos a partir de su consumo cultural y sus aspiraciones burguesas.
Uno se queda pensando: ¿serán estos “ciertos chicos” en quienes pensaron Los Prisioneros (quienes tienen un breve cameo en la novela) cuando cantaron Por qué no se van?
Porque en muchos tramos Ciertos chicos redunda en las alusiones a las marcas, la moda, la música, las películas, entre otros productos, para retratar un contexto, llegando a opacar a los mismos personajes y el avance de la historia. Hay un punto, incluso, en que la novela parece caminar en círculos y la inminencia del gran momento se aplaza a lo largo de tantas páginas que el interés por los destinos de Tomás y Clemente corre el riesgo de perderse.
Si Fuguet sale airoso de esta apuesta es gracias a su oficio, que se las arregla para sacar a sus protagonistas de la pose adolescente y conducirlos a una decadencia capaz de mantenernos todavía en vilo. Es allí donde las pulsaciones de la novela encuentran sus picos más altos y el autor consigue saldar los excesos.
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