Uno de los desafíos más críticos y preocupantes que enfrenta nuestra Amazonía en los últimos tiempos, es, sin duda, el avance de la minería ilegal. El precio del oro se mantiene en constante alza y, según las cifras más recientes, la minería ilegal genera pérdidas al país por más de 22,700 millones de dólares, lo que equivale al 2.5% de nuestro PBI. Estas nefastas cifras provienen de esta actividad y sus múltiples delitos conexos: crimen organizado, corrupción, mafias y sicariato; hasta la trata de personas, incluyendo atrocidades como el involucramiento de niñas y niños.
La minería ilegal sigue creciendo y la Amazonía se ve cada vez más infestada de dragas, mercurio, desbosque y contaminación. Este desastre ecológico y social traspasa fronteras como una plaga que invade también a Bolivia, Brasil y Colombia, uniéndonos en una triste hermandad regional, cuando nuestra afinidad debería ser por los ecosistemas y la naturaleza; hoy nos unen los delitos ambientales transfronterizos.
A la impunidad campante y la ilegalidad, se suma la cooptación de importantes espacios de decisión en nuestro país por mineros ilegales. En medio de este panorama, las preguntas surgen solas: ¿qué podemos hacer para frenar la minería ilegal?
Es necesario un abordaje como país, que sume a estrategias regionales con urgencia. Los operativos aislados contra las dragas son paliativos y no atacan los problemas estructurales. Los cambios normativos cumplen su rol, pero no tienen el efecto ni el impacto esperado. Debemos detener al monstruo. Evitar que siga creciendo y transformándose, poniendo en grave riesgo a nuestra biodiversidad. Pensar en estrategias más grandes y multisectoriales parece ser la clave: tener una visión país, un compromiso político a gran escala que contribuya a cortar la cadena de la minería ilegal en todos sus eslabones, sin importar su peso, poder o injerencia; incluyendo a todos aquellos involucrados en esquemas de corrupción, pues ellos son los que alimentan al monstruo.
Pese a su importancia, más allá de hablar de cifras, de la cantidad de mineros involucrados, de las hectáreas afectadas, de la contaminación e impacto de la minería ilegal o del éxito o fracaso de diversos operativos; urge concentrarnos en la estrategia a mayor escala, involucrando a todas las regiones afectadas por la minería ilegal, que han venido atacando el problema con las mismas acciones usadas en Madre de Dios, pero sin éxito, porque el veneno se sigue esparciendo sin control por ríos y bosques, impactando millones de vidas a su paso.
Cuando deberíamos concentrarnos en destinar nuestros recursos para mejorar la educación o fortalecer nuestros débiles sistemas de salud, claves para nuestro desarrollo con inclusión social; nos toca luchar contra la ilegalidad que no debería ser formalizable, sino más bien sancionada ejemplarmente, algo que no sucederá mientras persisten intereses cuestionables en la clase política que no escucha a la ciudadanía preocupada por este problema, que mira con asombro sin saber qué hacer, todo lo que seguimos perdiendo como país, y como una región que comparte la maravillosa cuenca amazónica.
La solución debería ser pensada entonces con un enfoque sistémico, apoyada con una decisión política clara y la visión técnica de proteger nuestro patrimonio natural.
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