¿Por qué nos cuesta tanto erradicar la cultura de la violación?

En el núcleo de la cultura de la violación, se encuentra la identidad machista. Es esta identidad la que dificulta que se extirpe de una vez por todas esta dolencia social.

| Fuente: Andina

Hace más de un año, en los últimos meses de 2020, escribí una columna sobre la cultura de la violación. En ella, me di el trabajo de disgregarla en sus elementos constitutivos más primarios para tratar de evidenciar su real existencia. Abordé, en menos de 1000 palabras, sus principales creencias, códigos, costumbres, modismos, actitudes y valores. Con irascible indignación, revisé sus costumbres más extendidas (p. ej., embriagar a las mujeres para facilitar el intercambio sexual), sus actitudes impresas con densos líquidos sociales (p. ej., culpar a la víctima de violación o justificar al violador), los valores que convierten a quienes pertenecen a esa cultura es miembros de hordas primitivas o manadas (p. ej., no denunciar a los violadores si son amigos) y otros rasgos que toda cultura tiene por definición.

Por este «atrevimiento», recibí comentarios bastante ofensivos, como suelo recibir cuando hablo de política o de algunos aspectos que, para la sociedad, sería mejor convertir en escotomas o en puntos ciegos. Pensé, con auspiciosa esperanza, no tener que hablar nuevamente del tema. Pensé, con una ingenuidad que roza la negación, no tener que abordar una problemática que me enoja tanto que no soy capaz de escribir con frialdad o desafecto. Pero me veo impelido a tratar nuevamente, en mi columna, sobre la cultura de la violación. No veo otra opción con la coyuntura que vivimos. Y espero que esta vez este análisis dé término a la esclerotización colectiva que nos lleva a negar, con las falacias más furibundas, lo que es una verdad: que vivimos en una cultura de la violación.

¿Por qué nos cuesta tanto erradicar la cultura de la violación?

Como un agente extraño sobre el cual se ha desarrollado una cápsula de tejido orgánico que lo protege y oculta, el machismo es la base de esta cultura. Y sobre ese machismo se ha construido una identidad individual y colectiva. Nosotros, los hombres, —somos los hombres quienes gozamos de «privilegios» por la perpetuidad de este sistema, no las mujeres, quienes llevan décadas intentando derrocar el paradigma patriarcal— hemos crecido en un entorno que cosifica a la mujer, esto eso, la coloca en el lugar de un objeto cuya existencia se reduce a nuestro placer o satisfacción, y hemos generado una identidad, un conjunto de características que nos otorga una consciencia de quiénes somos y de a qué grupo pertenecemos. No hay que remover mucho para encontrar ejemplos explicativos de lo que voy diciendo: todavía, en pleno siglo XXI, hay un amplio sector de hombres que se identifica como «macho» y equipara este rasgo con ser rudo y emocionalmente distante, y utilizar a las mujeres para su beneficio —en estas semanas, apareció un meme en el que un cómico peruano ofrecía sus servicios para que los hombres aprendan a ser infieles sin ser descubiertos—.

Es esta identidad que ha crecido en nosotros, como una fiel impronta del ambiente sociocultural en el cual nos hemos criado, la que nos dificulta reconocer que existe la cultura de la violación. Una vez que nuestro cerebro ha construido una identidad, la defiende de cualquier agresión, crítica o intento de modificación. Específicamente, activa respuestas de defensa, las mismas respuestas de defensa que podríamos tener ante un ataque o una amenaza a nuestra supervivencia. De hecho, esta reacción instintiva es la que hace casi imposible que una persona partidaria de un partido político migre, luego de un mea culpa, hacia otro. Sería muy doloroso para su cerebro, físicamente doloroso (el dolor físico o emocional se procesan en el mismo centro neuronal). La misma situación es vivida por quienes poseen una identidad asociada al machismo: experimentan dolor al ver posiblemente vulnerada su identidad y se defienden.

Ahora bien, con la identidad machista ocurre una particularidad: para que su existencia continúe, necesita ser negada. A diferencia de otras identidades que se muestran con orgullo, como si se tratasen de escarapelas en Fiestas Patrias, la identidad machista debe vivirse subrepticia y clandestinamente, y solo evidenciarse por sus manifestaciones, mas no por su discurso abierto y manifiesto. En otras palabras, es la praxis, pero no su aceptación abierta, la que mantiene viva esta identidad. Ese es el mecanismo que ha encontrado el cerebro para permitir su subsistencia.

El problema (¡y qué problema!) es que, para limpiar el absceso (la cultura de la violación) que se ha formado alrededor del cuerpo extraño, primero debemos reconocer este agente tóxico (el machismo) para, luego, extirparlo, pero nuestra sociedad se ha empecinado en negar la existencia de este objeto, en rechazarla con argucias que hasta toma por ciertas. La solución, obviamente, no pasa por esta columna, como tampoco por acciones únicamente punitivas contra el delito que ya se cometió. La solución, como corolario de este análisis, requiere indefectiblemente de la aceptación de la identidad machista, es decir, de mirarnos a nosotros mismos y a toda la sociedad con la mano en el pecho hasta dar con nuestra responsabilidad individual y compartida.

Sebastián Velásquez Munayco

Sebastián Velásquez Munayco Psicólogo clínico

Autor publicado por UPC Editorial y Cerebrum Ediciones. Actual editor y escritor científico de libros y revistas digitales de Cerebrum Latam. Colaborador en el Manual de Publicaciones de la American Psychological Association (Editorial Manual Moderno). Docente principal de Cerebrum Latam.

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