Por siglos, las emociones han sido esos invitados a la fiesta que todas y todos prefieren evitar: están ahí y no piensan irse a ningún lugar, pero se les esquiva de forma huidiza para prevenir cualquier viso de incomodidad. De lejos, subrepticia y sigilosamente, algunas personas alzan la mano en señal de saludo; la levantan tímidamente en claro mensaje de desconcierto porque, si bien sus rostros les son familiares, no recuerdan con precisión de dónde los conocen. Otras, con el temor que infunde una posible penitencia, se hacen las desentendidas y se disponen a seguir con la noche como si nadie hubiese llegado, siempre con la angustia de ser tomadas por sorpresa por algún brindis inesperado que las haga interactuar con los contertulios «indeseables». Un tercer grupo, también con temor, pero con un poco más de brío, se acerca rápidamente y, con besos en la mejilla y algunas frases genéricas, se aseguran de haber solucionado el impasse. Luego está un último grupo: es el que les ofrece una copa, comida, asiento y compañía apenas logran verlos. Parece que, a estas personas, con manierismos infrecuentes como dejarse acompañar por esos invitados que todos prefieren eludir (las emociones), se les da muy fácil recibirlos con tanta amenidad.
Si hacemos una aproximación matemática a esta descripción, solo la cuarta parte de las personas asistentes al evento se sienten cómodas al sentir emociones; la gran mayoría prefiere sentirlas lo menos posible o, inclusive, evitarlas por completo. Aunque no es un modelo matemático exacto ni cuenta con cifras rigurosas sobre cuántas personas realmente se relacionan saludablemente con sus estados emocionales, sirve como ejemplo de lo que sucede cotidianamente. ¿Cuántos de ustedes, cuando sienten que una emoción empieza a emerger, se toman el tiempo de mirarle el rostro para recordar de dónde la conocen y le preguntan qué la ha traído esta vez? ¿Cuántos de ustedes acondicionan un espacio, una tregua entre tanto devenir, para charlar con ojos de curiosidad, de apertura y de comprensión con esa emoción? Por el contrario, ¿cuántos llenan el espacio con más actividades para no dejarle ni un ápice de territorio a la tristeza o a la ira? ¿Cuántos, sin saber escrupulosamente lo que están sintiendo, dirigen toda su energía hacia la aplicación de «estrategias» cuyo fin último es acallar el sonido reverberante de las emociones? Probablemente, la misma aproximación matemática sirva para responder estas preguntas.
El gran problema es que, por lo que sabemos hasta ahora, las estrategias que buscan silenciar o disfrazar las emociones no tienen ninguna eficacia a largo plazo y, en muchos casos, incrementan el malestar emocional que, paradójicamente, se buscaba sortear. Por ejemplo, la supresión expresiva, que aplicamos cuando «retenemos» la emoción y no la dejamos salir en forma de palabras o de actos asertivos, puede aumentar la intensidad de la emoción y generarnos, físicamente, lo que todas y todos conocemos como estrés. Pero no solo eso: nos impide detectar de dónde viene esa emoción, es decir, qué es lo que nos está haciendo sentir de esa manera, y realizar algún tipo de esfuerzo sostenible y alineado con cambiar o mejorar ese aspecto de nosotras y nosotros que requiere un ajuste. Por el contrario, la estrategia que verdaderamente sirve para disminuir el nivel de nuestras emociones y, a la vez, para trabajar en nuestro bienestar es la que se le da tan bien al último grupo descrito: la expresión asertiva de las emociones. A partir de este recurso, que atraviesa transversalmente todas las escuelas de psicoterapia, las personas pueden nombrar las emociones que están sintiendo; expresarlas en frases, comportamientos y actividades constructivas —llorar, por si existen dudas, es una forma saludable de expresar lo que sentimos—; e indagar qué vivencias y experiencias, del pasado, del presente y, algunas veces, del futuro imaginario, las están originando. Y aunque es una práctica que se puede aplicar cotidianamente, es la psicoterapia el lugar por antonomasia para aprender a dominarla.
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