A fines de los años ochenta, Pink Floyd ya era- de facto- una disuelta banda de rock. Por un lado, David Gilmour, Rick Wrigth y Nick Mason, hacían lo posible por seguir publicando álbumes, girando por el mundo y tratando de mantener vivo el mito con el mismo nombre. Y, por el otro, Roger Waters cargaba el peso de tal monumental obra, diciéndole a su público que él era quien encarnaba el auténtico legado de los Floyd ¿Cuál fue la causa de la ruptura? Sucede que tras el poco éxito del álbum “The final cut” (1983) se inició una batalla legal fratricida entre Waters y sus antiguos socios de banda. Las razones son tantas que no amerita entrar en detalle. Solo importa el resultado. Los primeros se quedaron con el nombre y el otro sin el mismo. Pero eso sí, todos tenían derechos de usufructo sobre la discografía.
Sin embargo, aun cuando “no crecimos” con Pink Floyd, su eco era muy reciente. Y como muchos niños de nuestra generación, escuchamos incesantemente “Another Brick in the Wall”, del celebrado “The wall” (1979), tan popular en 1980 como en el 2020 lo fue “Dynamite” de los buenos muchachos de BTS. Es decir, salvo la canción del “coro de los niños”, no sabíamos nada más de los Floyd. Años después, con el despertar cultural que ocasiona el inicio de la vida universitaria, pudimos conocer su imponente discografía, compuesta por álbumes como “Ummagumma” (1969) “Meddle” (1971), “The Dark Side of the Moon” (1973), “Wish You Were Here” (1975), “Animals” (1977) y las psicodélicas primeras grabaciones de la era de Syd Barret. En suma, claramente la obra de Pink Floyd era bastante más ambiciosa y compleja que la testimonial canción del “coro de los niños”.
Que un grupo de rock experimental llegue a vender 280 millones de álbumes es sorprendente. Y que solo “The Dark Side of the Moon” haya logrado tener 50 millones de copias vendidas, es más raro. Una eficaz campaña de mercadotecnia podría explicar en parte el suceso. Pero tal volumen de ventas, ¿no resulta asombroso? Las razones de tal fama y éxitos, alcanzados entre 1968 y 1980 no son fáciles de entender. De pronto habría que tomar en cuenta criterios sociológicos y antropológicos para reconocer las características del público receptor de música popular urbana, sobre todo en el segundo lustro de los sesenta y a lo largo de la década del setenta. Un público masivo, ávido de consumir vorazmente “lo nuevo” y radicalmente distinto. Sobre todo, en un momento en donde el modernismo pasó de ser la ideología de la modernidad a convertirse en un sistema de valores y de prácticas sociales y culturales de masas. Cada álbum de Pink Floyd era un experimento sonoro diferenciado, muy bien empacado; donde la vanguardia musical de la segunda postguerra se hacía asequible a un público mayor.
Pero el rasgo “floydiano” tiene su historia. Entre los años cincuenta y parte de los sesenta, la música académica profundizó en los sonidos electrónicos, combinándolos con la aleatoriedad serial. De esa mezcla surgieron las obras de compositores como Berio, Maderna, Boulez, Xenakis, Stockhausen, entre otros. “Música marciana”, dirían los más conservadores. Pero, entre los jóvenes de occidente, tales experimentos musicales se convertían en posibilidad de nuevos sonidos; todo esto en una era de fascinación por los viajes espaciales, sus metáforas, y las fuerzas contraculturales convertidas en fenómeno de masas. Así, la obra de Pink Floyd fue uno de los puentes entre lo vanguardista y la música pop. Y claro, las disqueras vieron un enorme potencial económico en composiciones que unían la violencia espontánea del rock con la experimentación de Boulez o Xenakis y los “viajes” con LSD. Los “happening” de Fluxus fueron llevados a los estadios. Y la música de laboratorio de Maderna o Stockhausen se mezcló con guitarra, bajo, batería y sintetizadores. Ahí están canciones como “One these days”, “Echoes”, “A Saucerful of Secrets”, “on the run”, “Dogs”, y un largo etcétera. Por más de una década, hubo un público consumidor muy grande que devoró “lo muy nuevo” hasta la saturación. Y embotado de tanta novísima grandilocuencia, la siguiente generación de receptores optó por sonidos menos perturbadores y más digeribles. El rock experimental y progresivo pasó de la vanguardia a la retaguardia y, de ahí, al mausoleo o al museo.
Roger Waters fue el cerebro de Pink Floyd. Quizás el menos dotado artesanalmente de sus cuatro integrantes. Pero el más consciente en construir una poética musical identificable, donde la modernidad sonora de la vanguardia se unía a la sensibilidad pop. Hay que ser capo para intuir que esa asociación era exitosa. Sin embargo, cuando “todo lo sólido se desvanece en el aire” (Marx) o en el “imperio de lo efímero” (Lipovetsky), lo nuevo se hace clásico (o viejo) y cede su lugar a otras manifestaciones hodiernas. Y es evidente que al casi octogenario Roger Waters eso no le gusta mucho. De ahí sus duros juicios contra los nuevos constructores de lo sonoro y su inmenso público actual.
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