Uno de los momentos fundamentales de la vida es cuando descubrimos que nuestros cuerpos se extendieron más rápido de los que podíamos asumir conscientemente. Por ejemplo, la velocidad con la que se produjeron cambios corporales durante la pubertad y la adolescencia superaba con creces lo que nuestra mente podía comprender. Nos habíamos habituado a ser niños y, de un momento a otro, diversas partes del cuerpo experimentaron una transformación notable según el sexo. Este periodo generó confusión y alteraciones en la conducta, porque, probablemente, nuestra psiquis estaba anclada en la cultura y el cuerpo insertado a la vida. De ahí que logramos superar este desfase una vez que nuestra mente se adaptó a este cuerpo mutado y logramos establecer una necesaria conciliación entre ambas esferas.
Sin embargo, por razones sociales, económicas y contextuales, no se puede establecer en qué momento termina la adolescencia y cuando empieza el prolongado periodo de la juventud. Pero el punto de quiebre suele darse una vez que las turbulencias de la divergencia fueron superadas, y apareció en muchos de nosotros, la idea de proyección y nos reconocemos capaces de establecer un derrotero vital. Pero este plan cambia abruptamente una vez que más allá de lo proyectado o pensado, nos convertidos en padres o madres.
Por razones obvias, son las mujeres las que experimentan el cambio físico más notable. Y en el espacio urbano, moderno y contemporáneo, suele repetirse en el inicio de la maternidad-con las diferencias del caso- las divergencias entre mente/cultura y cuerpo/vida. Recordemos que cada bebe viene al mundo sin historia, sin cultura, sin civilización, y que la madre sí está inmersa en la historia, en la cultura y en la civilización. Al inicio, se experimenta un explicable desfase. Luego, según sea el caso, se supera el quiebre. Para la aceptación mental de la maternidad (y de la paternidad) no hay un criterio común, pero suele darse una vez que se asume que esa condición va a implicar un nuevo nivel de negociación, pues hay que aprender a convivir con una persona “nueva”, que tendrá sus propias “alas y raíces”
El surgimiento de la juventud y la aceptación de la condición materna/paterna pueden llegar a ser dos de los momentos más interesantes e intensos que un ser humano puede experimentar, pues supone una conciliación armónica entre cuerpo y mente. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando empieza el declinar del cuerpo? ¿Aceptamos que el cuerpo, poco a poco, va a iniciar su larga “ceremonia del adiós”?
La enfermedad y la vejez nos hacen recordar - como el legionario que le hacía recordar a Julio César- que somos mortales. Y que, muchas veces, por más que la mente trate de rebelarse contra el poder del tiempo y del malestar, tarde o temprano, debemos aceptar que la vida tiene un final o puede llegar a tener un final ante de lo planeado. Como en otros momentos de la existencia, lo inteligente es reconocer los cambios; que la dolencia física y la senectud son reales, que imponen sus procesos y que nos invitan a una serena evaluación de lo que se puede o no se puede hacer. Obviamente no es fácil observar cómo nuestro cuerpo se va deteriorando, más aún cuando se experimenta lo inexperimentado.
Es evidente que para enfrentar los “claroscuros” del cuerpo, no hay un manual de uso. Y que la bibliografía de “autoayuda” no llega a dimensionar la profundidad de los grandes cambios existenciales del cuerpo. Cada quien, en la medida de sus posibilidades, enfrenta estas mutaciones fundamentales. Como en todo orden de cosas, transformar estas experiencias en conocimiento siempre será una gran oportunidad para crecer hasta el último día de nuestras vidas
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