No nos entendemos. Más allá del lugar en dónde nos encontremos, no nos entendemos. No podemos ni siquiera conversar o discutir, porque no manejamos un código común que nos permita comunicarnos. Algunos entienden por “justicia” una cosa y otros, su sentido divergente. Algunos entienden por “progreso” una cosa y los demás, otra.
En ese proceso, los grupos enconados se acusan de ser responsables de la situación de fractura fratricida. De ahí que las mutuas sospechas se acrecienten. Y por ello, la ira, el odio, la repulsión se comiencen a apoderar de las opiniones, de los juicios, de las evaluaciones. Ya no hay distancia crítica. Sino la afirmación identitaria de que se es poseedor de la única narrativa que nos conduce a la verdad sobre el ser social. Lo auténticamente “peruano” es esto o aquello. Y lo “no peruano” es esto o aquello.
Cuando la confrontación ha diluido las formulaciones ideológicas, sean políticas o económicas, los individuos tienden a reunirse alrededor de las creencias de sustento más primario. El color de piel, la procedencia local, las costumbres, etc., se convierten en los referentes sobre los cuales se cimienta la pertenencia y la identidad. Se enfatiza lo propio y se estigmatiza lo ajeno. La sola presencia de lo otro, se vuelve irritante o una experiencia perturbadora. Ya desde el pensamiento, se busca desaparecer la otra existencia o destruir los símbolos que lo representan.
Estas tendencias de identitarismo extremo suelen ser menos evidentes cuando la situación política y económica es relativamente estable. Pero empiezan a tomar relevancia en la medida que las crisis políticas y económicas se hacen endémicas y llevan al colapso del sistema social. En esa situación, las fracturas de una sociedad se acrecientan y los sentimientos de gregarios de enemistad se profundizan.
La situación actual es de tal gravedad que nos puede conducir a la anarquía y, en ese proceso terminal, a la desaparición del Estado peruano tal como lo hemos conocido. De ahí que resulte fundamental asumir con realismo la magnitud de lo que estamos viviendo, y la imperiosa necesidad de un nuevo contrato social que tome en cuenta algo que no se ha considerado hasta ahora, que nuestro país está conformado por una pluralidad de formas de ser (y de vivir), unidos por una narrativa histórica más o menos común.
La situación actual no debiera ser simplificada a un conflicto de perspectivas ideológicas o de intereses particulares. En este caso, se trata de un choque entre varias formas de ser y de vivir, las mismas que carecen de una “koiné” que permite los supuestos mínimos para un diálogo entre las diferencias. Ojalá que por la paz futura y a fin de evitar la anarquía disolvente se observe la magnitud de la tragedia actual.
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