Quien conoce en detalle la historia de la ciencia sabe bien que los conocimientos científicos más logrados y consistentes, fueron desarrollados por hombres y mujeres que tuvieron en alta estima su propia libertad de pensamiento, más allá del contexto en el cual vivieron. Esa libertad de pensamiento era la evidencia de una auténtica vocación intelectual por entender el mundo en el cual vivían y sobre el que elaboraron teorías novedosas, muchas de las cuales contravinieron los dogmas de su época y las categorías hegemónicas que se repetían sin mayor examen crítico.
Recordemos a Galileo Galilei cuestionando la cosmología y el saber natural escolástico, proponiendo una nueva explicación del mundo a partir de la observación pensada de los fenómenos físicos y astronómicos. O a Giambattista Vico discutiendo los efectos del cartesianismo sobre las humanidades. Pensémonos en Charles Darwin, quien a partir de los hallazgos de su abuelo Erasmus, dedujo que la duración de la vida en la tierra era mucho más larga que la contabilización bíblica. Y, desde aquel supuesto crítico, sentó las bases para unir biología y geología dentro de un amplio esquema explicación evolutiva.
En ese mismo devenir, desde otras disciplinas, están las arriesgadísimas hipótesis de Marx tratando de explicarse por qué la historia se mueve a partir de relaciones entre economía e ideología. O Karl Menger tratando de establecer cómo se forman los precios desde la subjetividad, más allá del férreo mecanicismo de otros grandes científicos fundacionales como Smith o Ricardo. También, ilustres como Heisenberg, Turing, Watson y Gödel que abrieron universos enteros con sus teorías materializadas de diversos modos. Aleatoriedad, electrónica, informática, bioinformática y lógica profunda, provienen de ellos. Es que para hacer ciencia en serio hay que tener una dosis de temeridad, de riesgo controlado; una ambición por entender y explicar un campo del mundo superando los miedos, las seguridades osificadas y a las burocracias del pensamiento, siempre dañinas.
La lista de científicos y científicas que ampliaron nuestras fronteras del conocimiento es, por fortuna, muy amplia. Y cuando leemos en forma pormenorizada sus biografías intelectuales descubrimos cuánto valoraban su libertad interior, expresada en libertad de pensamiento al momento de proponer ideas, descubrimientos, hallazgos, muchas veces superando el marco que sus situaciones les obligaban a cumplir. Sin la osadía de los grandes científicos, la evolución continua de la ciencia es imposible.
Por eso llama la atención cómo en nuestra época, cuando existen grandes medios para ampliar mucho más las fronteras del saber humano desde la libertad crítica, algunos estados insisten en establecer regulaciones estatales y burocráticas a la formación del conocimiento, a partir de criterios editoriales monopólicos. Quienes defienden las tendencias cada vez más regulatorias en la formación de la ciencia, desconocen la historia de la misma. Y no se percatan que las hegemonías editoriales de algunos índices se asemejan – en la forma-, a las prácticas restrictivas contra el conocimiento libre de otras épocas. Una vez más, la ciencia libre, sin la cual la sociedad abierta es imposible, se enfrenta contra sus nuevos enemigos.
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