En sí mismo, Javier Milei (1971) es una paradoja y una extraña novedad. Pues se trata del primer presidente anarcocapitalista de la historia de la humanidad. Es decir, alguien que está convencido que la raíz de todos los males es el estado y que la única fuente de legalidad son las relaciones contractuales que establecen los individuos, garantizando sus propios beneficios. En la ideología anarcocapitalista, los derechos de propiedad son axiomas esenciales para garantizar la vida y la libertad de los sujetos. De ahí que cualquier acción normativa, regulatoria e impositiva del estado, es un robo y una eliminación de la propiedad, de la libertad y de la vida de los individuos.
Para el anarcocapitalismo, los individuos son los únicos responsables morales de su existencia. De ahí que no existan “problemas sociales” o “problemas culturales”. Pues las únicas problemáticas realmente existentes son las individuales, porque son concretas y observables. Las clases sociales, los géneros, las comunidades culturales solo tienen una dimensión conceptual, pero no fáctica. Es decir, no existen. Lo concreto son los individuos y las relaciones de conveniencia funcional que entre ellos se establecen. En esta visión ideológica, los sujetos convienen entre si qué intercambiar y la forma de intercambio. Así, cualquier injerencia externa, gubernamental, es una desaparición de la libertad, de la vida y, sobre todo, de la propiedad. Por ello, la profunda aversión al estado y a cualquier tentativa de justicia distributiva.
Pues bien, Javier Milei, en innumerables ocasiones, ha afirmado que es “filosóficamente anarcocapitalista”. Sin embargo, por consideraciones políticas, ha afirmado ser “minarquista”. Es decir, admite que debería haber un “estado mínimo” que garantice lo básico de justicia y seguridad. Pero nada más. Esa visión limita al máximo las políticas públicas y les confiere a los individuos la potestad de buscar los medios que les permita realizarse. En el “minarquismo” el bien común no se logra por la acción imperativa del estado, si no por las decisiones prácticas de los sujetos. Cada quien es guardián de sí mismo y sabe qué es lo que le conviene. También qué es lo que puede hacer o no hacer con su vida.
El problema para un anarcocapitalista o, incluso, para un minarquista, empieza cuando tiene ante si la complejidad de lo real. Y más allá de los deseos ideológicos, la complejidad de una sociedad clama ser entendida y abordada desde su especificidad. De ahí que, una vez instalado en el poder, su ministro de economía, Luis Caputo, lejos del anarcocapitalismo, ha optado por la más la simple ortodoxia monetarista, aquella que le da al estado un gran poder de negociación financiera en los frentes internos y externos. No hay nada más lejano un para anarcocapitalista que tener que negociar con el FMI. Es decir, un estado ante un inmenso poder supranacional, asumiendo la receta de ortodoxa de siempre.
Pues el anarcocapitalista ha cedido, por pragmatismo, a la ortodoxia monetarista. Y por ese mismo pragmatismo se ha rodeado de una de las “castas”. La pregunta es si podrá seguir actuando ese papel ortodoxo alguien que estaba convencido de destruir el banco central de reserva de su país o de llevar a su patria -en diez años- a la más grande libertad económica sin casi mediación del estado. Quizás el economista anarquista no entendió que lo suyo es más una secta que una teoría compleja de la sociedad y del conocimiento. Como si lo es la Escuela Austriaca de Economía que él reclama como tributario, pero que no conoce en realidad. Lo más sorprendente es qué pudo pasar para que Argentina llegase a elegir a un clérigo de una secta tan extremista. Ese es un tema más profundo. El anarcocapitalismo es tan inviable como el comunismo primitivo de Pol Pot y Kjmeres Rojos de Camboya.
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