Una frase en las redes sociales nos causa conmoción: “A los mercenarios no es suficiente la quema. Sepan que el odio del pueblo es infinito”. Por el tenor del breve y conciso juicio, probablemente esta persona nos quemaría vivo por no pensar como él y por no creer en las cosas que él cree. Nuestra sola presencia sería tomada como una afrenta a su esquema de vida, de ahí que él asumiría tener el derecho a eliminarme o, en el mejor de los casos, a “reeducarnos” ideológicamente.
Tomo esta frase como un objeto de reflexión - bastante mórbido - del efecto del fanatismo ideológico en la mente de una persona. Me pregunto qué pudo haber pasado en la vida de este hombre como para estar dispuesto a cremar vivo a un ser humano porque representa valores y prácticas que él desprecia. Podemos estar en contra de las ideas de un individuo, incluso cuestionar radicalmente su proceder en el mundo. Pero, matarlo, ¿tiene alguna justificación?
Nos apena las convicciones de esta persona. En su fanatismo, desconoce las enormes ventajas de vivir la vida sin mayor carga ideológica. Se pierde de tantas cosas. Por ejemplo, de la posibilidad de aprender de otras formas de pensamiento, de diferentes manifestaciones de reflexión y de creencias ¿Sabrá este señor lo que es tener un amigo “liberal”, un colega “conservador”, un familiar “socialista”, un hermano “ateo”, un compañero “evangélico”, etc., y sentir por todos ellos un profundo respeto? ¿Sabrá lo que es sentarse en la misma mesa con un limeño, un piurano, un puneño, un loretano y reírse en la misma camaradería? ¿Podrá conversar con un policía, un comerciante, un artista, un obrero, un sacerdote, y tener la fortuna de aprender de cada experiencia personal?
Cuando uno mira la vida sin “tanta ideología” no se nos pasa por la mente quemar a alguien por creer distinto. No se nos ocurre prohibir libros porque afirman cosas en las que uno no cree. Cuando uno mira la vida sin “tanta ideología”, no pensamos en construir un GULAG ni un Campo de Exterminio. No pensamos torturar personas por pensar diferente o por perseguir valores distintos a los de uno. No obligamos a otros a acatar una huelga o un paro, ni se nos ocurre llamarles “traidores” porque no quieren sumarse al mismo. Tampoco pensamos a los demás como enemigos de raza, de religión, de clase. Ni mucho menos justificamos la explotación a fin de ganar más dinero, ni intentamos eliminar los derechos laborales para bajar “sobrecostos”. En suma, reducir la carga ideológica nos hace menos malos y dañinos, porque nos situamos entre humanos con la misma dignidad de ser personas individuales, únicas e irrepetibles.
Cuando pensamos en el hombre que estaría dispuesto a quemar a otro porque cree en cosas diferentes, nos reafirmamos en los valores éticos del humanismo de siempre: respeto, tolerancia, disposición al diálogo, humildad en la búsqueda de la verdad, convicciones por reducir las inequidades, comprensión del otro y estar dispuesto a conducirse en la vida con la razón inteligente y sentimientos nobles. Desde hace 2600 años seguimos en el mismo camino. Y aun nos falta mucho que recorrer.
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