Hay países como Haití que desde su independencia hace más de dos siglos, nunca lograron establecer estructuras de estado y, por lo tanto, garantizar a sus ciudadanos los mínimos de orden y seguridad. Haití vive desde el final de la dictadura de la familia Duvalier, en 1986, en una situación de permanente anarquía, que ha convertido a aquella nación en una de las más pobres y corruptas del mundo. Sin casi fuerzas armadas y con exiguas fuerzas policiales, dicho país caribeño se encuentra dominado por pandillas (150, aproximadamente) y grupos paramilitares que representan a las múltiples facciones políticas y tribales.
Al extremo que sus refinerías de petróleo estuvieron tomadas por una pandilla -la G9-, por varios meses. Con gobiernos extremadamente frágiles e innumerables grupos enfrentados, Haití es una nación sin futuro, cuya situación catastrófica parece no tener solución.
Lo que vive este país insular es la demostración factual de que la autorregulación social e individual resulta imposible. Bajo una premisa ideológica libertaria, se podría asumir que con un estado reducido a su mínima expresión emergería un orden social espontáneo, basado en la generación de límites autorregulados, es decir, una suerte de “mano invisible” política.
Todo indica que ello no ocurre. Las sociedades con sujetos más conscientes de sus límites son el producto de una vasta experiencia de ilustración ciudadana, promovida por amplias políticas de estado en educación, salud, ciencia y cultura. Sin embargo, la situación haitiana evidencia que nunca han existido mínimas políticas de estado en las áreas que referimos. Y que más bien los sujetos, cual individuos atomizados, son dejados a su suerte; a fin de que cada uno resuelva, como sea, los problemas de sus vidas.
La difícil condición de Haití tiene múltiples explicaciones. Entre ellas, consideramos que hay una de fondo. Llega un momento en que las facciones políticas y socioeconómicas en conflicto van perdiendo, de manera gradual, una noción más o menos unificada de país, llegando a formarse innumerables representaciones reducidas del mismo. La consecuencia de esta parcialización radical de las perspectivas es que se niega, de plano, cualquier posibilidad de acuerdo, de consenso y, por lo tanto, de establecer un contrato social. Haití, en ese sentido, es la evidencia de lo que Thomas Hobbes (1588-1679) denominó “estado de naturaleza”.
Es decir, una condición de violencia y de guerra que conduce a los humanos a la miseria, porque no hay un poder coercitivo que sea capaz de doblegar a las facciones en conflicto. Sin esa posición imperativa, no es posible garantizar el orden y la seguridad, los dos condicionamientos que permiten la producción de la riqueza y la formación del conocimiento. En términos hobbesianos, Haití no sería una sociedad.
Este país caribeño, con once millones de habitantes, donde más de la mitad de la población padece de hambre, es una advertencia para toda Latinoamérica. Pues, cualquiera de nuestras naciones podría, eventualmente, caer en un espiral de atomización social, cultural y política, en la cual el cuerpo público se fragmenta indefinidamente hasta un punto en el que es imposible mantener el contrato social.
Ciertamente, las condiciones que hacen que Haití se encuentre en esta situación son únicas e irrepetibles. Pero también es cierto que cuando las agrupaciones políticas se caracterizan por su fragilidad conceptual, por la parcialización extrema de sus perspectivas de país, por la ausencia de visiones estratégicas a largo plazo y por el voluntarismo caudillista, toda sociedad, incluso, con algunas estructuras de estado medianamente consolidadas, podría caer en el riesgo de iniciar un proceso de inestabilidad (como el que padece el Perú) que termine en un proceso de anarquía generalizada.
Aun estamos a tiempo de evitar que la inestabilidad política culmine en el caos social. Tenemos instituciones, frágiles, sin duda; pero las tenemos. Pero ello no garantiza que la trama política se siga debilitando gracias la incapacidad de muchos de pensar al país de forma compartida y unificada. Por innumerables razones, Haití es el lugar al que no debemos llegar.
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