“¿Quieres ser tratado como ser humano? Entonces, que te cueste”. Ese pareciera ser el lema de entrada de las sociedades empobrecidas. Esta pregunta frontal se podría desagregar en una serie interrogantes más específicas. “¿Quieres transportarte como ser humano por la ciudad? Entonces, que te cueste”. “¿Quieres acceder a un sistema de salud eficiente? Entonces, que te cueste”. “¿Quieres una infraestructura educativa cuidada y una instrucción educativa que te ayude a mejorar tu nivel de vida? Entonces, que te cueste”. Así, en una sociedad empobrecida, se crean las condiciones generales para la irrupción masiva del individualismo más descarnado. Pues abandonado cada quien, a su propia suerte, lo único queda es la “solución” individual a cada problema y necesidad.
Sin embargo, en determinados casos, las soluciones personales no resuelven los problemas generales. Más bien, los agudizan. Por ejemplo, cuando alguien “resuelve” de manera particular sus dificultades de transporte urbano, sin proponérselo, añade un problema. Pues, al adquirir un auto, agrega a las calles una unidad que se suman a las existentes. Lo que índice en el aumento considerable del parque automotor, ocasionando mayor tráfico. Ciertamente la causa del por qué un ciudadano decide resolver sus problemas de movilidad es la ausencia de un sistema de transporte, la casi inutilidad del que existe y su deplorable condición.
Resignarse a utilizar el terrible transporte urbano es la aceptación tácita de la pobreza y una de las tantas formas de diferenciación social que existen en nuestro país. Por otro lado, prescindir del transporte público y acceder al particular, es una muestra de estatus y, de alguna manera, la “conquista individual de algún nivel de humanidad”.
Pero esto no sólo ocurre en el ámbito del transporte. En la salud y en la educación ocurre algo similar; debido a que se ha interiorizado en muchas personas la noción de que resignarse a usar un servicio público es propio de pobres, los mismos que estarían dispuestos a aceptar esa situación deplorable porque no les queda otra opción. De ahí que, cuando alguien posee una mejor renta, trata de diferenciarse del resto optando por un servicio privado. Finalmente, ¿quién disfruta de la pobreza?
Lo peor y desolador de estas consideraciones es que la sociedad haya asumido acríticamente que los servicios públicos son un acto de caridad y que quien los utiliza se encuentra ad portas del “grado cero de la humanidad”. De ahí que el maltrato, la precariedad, el descuido y la informalidad campeen en dichos servicios, cuando deberían funcionar en las mejores condiciones ¿Por qué deberían ser diferente? Porque la vida humana merece dignificarse desde lo más básico, desde lo más inmediato. Si hubiera una auténtica voluntad política de cambio, más allá de las orientaciones políticas, elevar la condición humana de los ciudadanos, de forma tangible, sería la máxima prioridad. Pero no es así. El acceso a la “humanidad” es visto como un privilegio particular.
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