Frente a las últimas regulaciones que rigen sobre la educación en el Perú que nos invitan a regresar presencialmente a las aulas, creo conveniente hacer una reflexión sobre el efecto en las partes interesadas a quienes servimos.
En un mundo cada vez más digitalizado, azotado por una pandemia, desafiado por una guerra y constantemente puesto a prueba con desafíos, cabe poco espacio para la duda de que cada vez resulta más importante la flexibilidad en los ámbitos educativos y profesionales. En tanto el modelo educativo internacional sigue evolucionando, migrando hacia la digitalización semi-parcial y en algunos casos total, la presencialidad que requiere que nuestros alumnos tengan que estar presentes en Lima y desplazarse a las sedes resta de oportunidades a aquel que se toma horas en desplazarse desde un distrito lejano, a aquel que trabaja hasta tarde y más aún, a aquel que vive fuera de Lima y buscaba una opción educativa en una región distinta de la cual vive.
Si bien es cierto la presencialidad dota de beneficios particulares, la semi-presencialidad e inclusive la digitalización proveen la buscada inclusión social que ha cobrado tanta importancia en nuestros últimos años como nación. Al final del día, la pandemia nos ha enseñado que los modelos tradicionales quedaron desplazados por aquellos que ofrecen las ventajas que supone brindar educación a distancia, en los que deberíamos seguir especializándonos, y aprendiendo asimismo de cómo mejorarlos, mientras construimos resiliencia frente un próximo desafío.
Pero esto no se trata solo de sopesar beneficios, sino de brindar oportunidades, de generar y buscar ese ansiado equilibrio social que, como escuelas, podemos ayudar a generar. No obstante, mientras sigamos creyendo que todo tiempo pasado fue mejor, no daremos paso a un futuro prometedor.
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