La historia de la humanidad se está acercando bruscamente a un punto de inflexión. Estamos a punto de cruzar umbrales de sostenibilidad existencial para todos los sistemas planetarios y formas de vida, incluyendo la humana, gracias en buena medida a nuestra fascinante capacidad de innovación tecnológica: empezamos a producir sistemas de inteligencia artificial que desbordan largamente nuestras propias aptitudes cognitivas; estamos logrando producir vida a través de la biología sintética; y, sin duda lo más significativo, estamos adquiriendo una comprensión muchísimo más completa y profunda sobre los ecosistemas de la Tierra, nuestro Hogar Común, y sobre nuestra interrelación con ellos.
Somos los protagonistas de tan radicales procesos transformadores, pero paradójicamente no alcanzamos a comprender sus riesgos y desafíos, ni somos capaces de forjar sistemas institucionales eficaces para su gobernanza. Hemos abierto la Caja de Pandora, sin lograr comprender las hondas implicancias existenciales que ello apareja. Enfrentamos pues el desafío de forjar una nueva epistemología sobre nuestra relación con el entorno natural y una nueva axiología sobre nuestras obligaciones hacia éste, para a partir de ello forjar un consenso global sobre las tareas que ello nos plantea, incluyendo en particular cómo creamos instituciones de gobernanza planetaria basadas en el reconocimiento de la armonía que debe caracterizar a la relación entre los humanos y el entorno natural del cual somos parte.
Es dentro de ese marco que requerimos adoptar la noción de planetariedad como norte ontológico, epistémico y axiológico, que debiera orientar el desenvolvimiento político y jurídico de la humanidad. La planetariedad se refiere a la comprensión de la interconexión e interdependencia de todos los aspectos de la vida en la Tierra, entendidos en sus múltiples interrelaciones como parte de un único sistema planetario. A partir de reconocer con humildad la obsolescencia de los paradigmas antropocéntricos que concebían a la naturaleza en una relación de subordinación utilitaria respecto al ser humano, la planetariedad se basa en el entendimiento de la imbricación e interdependencia estrechísimas entre lo humano y lo natural, en el marco de una relación fáctica y ética de equilibrio recíproco. Siendo aquélla una noción que hunde sus raíces en la historia del pensamiento y en el desarrollo de las ciencias, ha adquirido súbita urgencia frente a fenómenos que desbordan ostensiblemente las potencialidades humanas, como la pandemia del Covid-19 y los múltiples desastres naturales de estos días causados por el calentamiento global, pues éstos no son fenómenos episódicos, sino que constituyen ya riesgos perennes.
La progresiva entronización de la planetariedad como cimiento ontológico, epistémico, axiológico, y ojalá pronto también político, jurídico, y en general cultural, respaldado por el saber científico, representa la tercera gran revolución filosófica en la historia de la humanidad. La primera fue el heliocentrismo de Copérnico, que desplazó a la Tierra como centro del universo; la segunda fue la teoría de la evolución por selección natural propuesta por Charles Darwin, que refutó las creencias religiosas y filosóficas imperantes que afirmaban la excepcionalidad del ser humano, como sujeto ajeno, distinto y superior ante el resto de los animales y las demás entidades naturales. El cambio de paradigma causado por esta teoría evolutiva fue significativo porque nos destronó a los seres humanos de la creencia de superioridad y especialización dentro del mundo natural, al evidenciar que sólo somos una especie entre muchas, todas sujetas a las mismas leyes naturales de la evolución. Esta comprensión más fundamentada científicamente sobre los orígenes y el desarrollo humanos tuvo profundas implicaciones para el desarrollo de disciplinas como la biología, la antropología y la psicología, y para la reconceptualización de las relaciones entre la religión y la ciencia.
El concepto de planetariedad describe una nueva condición en la que los humanos reconocemos que no somos superiores ni existimos separados de la naturaleza, y aún más, que recién estamos comenzando a comprender nuestras interdependencias con los variadísimos y complejísimos sistemas planetarios.
En un seminal libro que acaba de ser publicado, Children of a Modest Star. Planetary Thinking for an Age of Crisis (aún no disponible en español; título provisional: Hijos de una Estrella Modesta. Pensamiento Planetario para una Era de Crisis), los autores, Jonathan S. Blake y Nils Gilman, sostienen: “La Tierra […] es una intrincada red de ecosistemas, con innumerables capas de integración e interacción entre varios sistemas geofísicos y seres vivos —tanto humanos como no humanos— que deben entenderse como una totalidad. […] La comprensión holística de los fenómenos planetarios se ha acelerado gracias a las nuevas tecnologías de percepción a escala planetaria: una megaestructura de sensores, redes y supercomputadoras que maduran e integran rápidamente y que, en conjunto, hacen que los diversos sistemas planetarios sean cada vez más visibles, comprensibles y previsibles. Este exoesqueleto recientemente desarrollado (en esencia, un órgano sensorial distribuido y una capa cognitiva para el planeta) está fomentando formas fundamentalmente nuevas de lo que Benjamin Bratton llama sapiencia planetaria [es decir, “el creciente conocimiento científico sobre el planeta y nuestra inserción en él]”.
Blake y Gilman definen al paradigma de la sapiencia planetaria como “una respuesta conceptual tanto a la rápida aceleración de los efectos antropogénicos sobre los ecosistemas como a los avances tecnológicos que revelaron e hicieron comprensibles estos efectos.”
La axiología de la planetariedad resultante de esa sapiencia, implica asumir mayores niveles de compromiso respecto a la sostenibilidad ambiental para garantizar el bienestar del planeta y sus ecosistemas en beneficio de las generaciones futuras, ante quienes tenemos una deuda de solidaridad, mediante la promoción de prácticas que reduzcan nuestro impacto negativo sobre el medio ambiente, y que preserven la disponibilidad y la calidad de los recursos naturales. Implica también reconocer que los desafíos globales como la pobreza, la desigualdad y las injusticias sociales están interconectados y requieren una acción colectiva para abordarlos.
Pero esa sapiencia planetaria sólo adquirirá eficacia si alcanza a permear el desenvolvimiento político, jurídico y cultural de la humanidad, y en particular si logra traducirse en nuevas concepciones y reglas de gobernanza planetaria. Es colosal el desfase actual entre los requerimientos de la planetariedad y la realidad de las instituciones de gobernanza global, lo cual multiplica los niveles de vulnerabilidad de todos los sistemas y formas de vida en la Tierra, incluyendo la humana. Los paradigmas tradicionales basados en el culto al Estado y a su soberanía son en gran medida obsoletos, disfuncionales y están moldeados por una cosmovisión antropocéntrica.
Paradójicamente, las mismas tecnologías que al conectarnos radicalmente nos permiten ahora alcanzar la sapiencia planetaria, son también las que nos dividen. La convergencia implica divergencia porque la lógica universalizadora y racionalizadora de la tecnología y la economía opera en una dimensión completamente distinta del ethos de la política, el derecho y la cultura, que tiene sus raíces en la necesidad humana básica de delimitar y preservar identidades diferenciadoras, y los modos de vida que las hacen tangibles, y en las emociones.
Aunque el aparato cognitivo emergente que abarca a toda la humanidad puede estar generando las sinapsis de una inteligencia planetaria sincronizada, colisiona con la reunión tribal de naciones y sociedades que siguen ancladas en su identidad histórica y espacial. En consecuencia, este nuevo dominio de conciencia abarcadora es, hasta ahora, tanto un terreno de disputa como de convergencia. Si bien la nueva condición de planetariedad viene adquiriendo legitimidad en las ciencias y en la filosofía, aún no logra cruzar los umbrales de lo político, lo jurídico y en general de lo cultural.
El reto que enfrentamos como humanidad es inmenso y multidimensional. La sostenibilidad existencial de todos los sistemas y formas de vida, incluyendo la nuestra, está en riesgo. Los humanos tenemos las capacidades cognitivas y hemos logrado las innovaciones tecnológicas que nos confrontan con nuestra sapiencia planetaria. La tarea es ahora lograr comprensión sobre la ruta que ella nos traza y generar consensos universales sobre el marco institucional de gobernanza planetaria que requerimos. Tenemos que transformarnos -cada uno de nosotros- para dar cara a la gran transformación que nuestro planeta impacientemente nos reclama.
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