La sostenibilidad de todo régimen democrático requiere el respeto de los fundamentos éticos sobre los que se erige. Las variables políticas y jurídicas alimentan la dinámica democrática, pero aún más esencial es su sustrato ético, pues este es el marco axiológico que dota de significación sustancial a las normas y procedimientos operativos de aquella. El ejercicio de la democracia no puede agotarse con la mera elección periódica de los gobernantes ni con los tires y aflojes de la confrontación política, pues requiere enraizarse sobre una base de principios y valores éticos que son esenciales para que el gobierno sea efectivamente del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. La democracias es pues el marco institucional que posibilita y garantiza el ejercicio de nuestros derechos fundamentales y el logro de nuestras aspiraciones de bienestar.
El respeto por los derechos humanos y la dignidad de toda persona, la libertad, la justicia, la igualdad, la tolerancia, la honestidad y la rendición de cuentas, son valores consustanciales a todo orden democrático. De ellos fluye el principio de la soberanía popular, que se refleja en la práctica de elecciones libres y justas, que habilita a los ciudadanos elegir a sus gobernantes y a responsabilizarlos por sus acciones.
Dentro de ese marco, la protección de los derechos y libertades individuales constituye un principio fundamental. Una sociedad democrática es aquella en la que las personas son libres de expresar sus opiniones, creencias y valores sin temor a persecución o represalias. Esto incluye el derecho a la libertad de expresión, la libertad de religión, la libertad de prensa y el derecho a participar en protestas y manifestaciones pacíficas.
No menos importante dentro de una democracia es la existencia de una cultura e instituciones que promuevan y garanticen la tolerancia, es decir la capacidad social e individual de aceptar y respetar las creencias, prácticas, opiniones y perfiles de los demás, incluso si difieren de las propias. En una sociedad democrática, la tolerancia es indispensable para el intercambio libre, plural y respetuoso de pareceres; y para la inclusión de todos los ciudadanos dentro de los procesos políticos, sociales, económicos y culturales.
La tolerancia también juega un papel crucial en el mantenimiento de una sociedad y una ciudadanía saludables. Al respetar los derechos, las libertades y la dignidad de cada individuo, independientemente de su origen, raza, género, religión o filiación política, una sociedad crea un sentido esencial de pertenencia ciudadana en torno a valores compartidos. La pertenencia a colectividades constituye una necesidad humana básica y factor esencial para que cada persona se identifique constructivamente con su respectivo entorno social, es decir para que su carácter de ciudadano adquiera significación.
Pero contemporáneamente, diversos factores vienen erosionando globalmente la calidad de la democracia como práctica de convivencia, y a los fundamentos éticos sobre los que se erige. Este proceso es el resultado de factores endógenos como la pérdida de capacidad de representación de los partidos políticos o la emergencia de propuestas populistas de poca catadura democrática, pero también de factores exógenos como la capacidad de las nuevas tecnologías de la información para producir noticias falsas (fake news) o para estimular la polarización ideológica y política de la ciudadanía. Existen también factores de carácter mundial, relacionados con las inmensas y múltiples disrupciones que la globalización -principalmente en el ámbito económco- viene generando en los entornos sociales. La combinación de tales factores va angostando de modo muy sustancial los márgenes culturales de la tolerancia, y con ello contribuye a empobrecer aceleradamente la calidad de los sistemas y las conductas democráticos.
Ante ello, se hace indispensable apelar a nuestra historia nacional para encontrar en ella, y en particular en la conducta de sus personalidades estelares, expresiones éticas que nos permitan recuperar las esencias democráticas. Miguel Grau Seminario, acertadamente calificado como el Peruano del Milenio, es paradigma inspirador para este empeño.
Ya lo dijo Jorge Basadre, en “Perú, Problema y Posibilidad”: “Miguel Grau fué héroe, héroe excelso porque la guerra no le impidió actuar con las más grandes virtudes de la vida civil”. Él fue un hombre de educación sencilla, y buena parte de su formación fue práctica, en labores de marinería, alejada de las digresiones y aulas académicas así como de las confrontaciones partidistas. Sin embargo, cuando la Historia lo puso a prueba, supo desplegar una sabiduría moral que convoca nuestra más alta admiración y que debe seguir interpelándonos en el aquí y en el ahora. Miguel Grau ofrendó su vida a la patria, lo cual es en sí mismo testimonio de gran valía espiritual.
Pero su grandeza adquirió trascendencia mundial cuando, en un hecho inusual en la Historia de la Humanidad de entonces, rescató a los náufragos enemigos luego del Combate de Iquique. A través de esa acción él se erigió en pionero de la ética humanitaria, que décadas después quedó codificada en el Derecho Internacional Humanitario y en los Derechos Humanos, y que se proyecta también sobre el ámbito de la ética de la convivencia democrática.
En medio de la hostilidad extrema que caracteriza a los combates armados, el Peruano del Milenio, Miguel Grau, tuvo la lucidez moral de reconocer la humanidad del náufrago enemigo, como un rasgo de identidad esencial entre ellos y nosotros, que como tal está llamado a ser fuente de una solidaridad elemental pero sustancial para la convivencia humana. Esa identidad esencial encuentra su fundamento último en el atributo de dignidad inherente a toda persona, que la acompaña y que debe ser protegida en toda circunstancia. Acaso el mayor legado moral de Miguel Grau radica en el entendimiento que ningún evento, por más aguda que sea la hostilidad frente a quien percibimos como enemigo o adversario, justifica ignorar su humanidad ni negarle la dignidad que le es inherente. Esta es una cuestión de grandeza espiritual e irrenunciable obligación moral que trasciende largamente a la mera caballerosidad.
Ese legado moral de Miguel Grau tiene inmensa significación en el aquí y ahora de nuestra patria, cuando los peruanos nos vamos consumiendo en la infraternidad, en la polarización, en la descalificación radical y en la excomunión recíproca de quienes piensan distinto a nosotros, es decir en nuestra mutua deshumanización. Si alguna vigencia tienen la vida y el legado de Miguel Grau en nuestro tiempo, esta sin duda es la de convocarnos a recuperar la capacidad de valorarnos y de respetarnos los unos a los otros en medio de nuestras diferencias, en reconocernos todos como sujetos dotados de dignidad y de derechos inherentes, y a partir de ello procurar consensos que fructifiquen la promesa de la vida peruana, para expresarlo parafraseando a Jorge Basadre.
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