Gisella Benavente
Cambio es la palabra del presente y del futuro, y esto nos exige una gran capacidad de adaptación. A pesar de ello, nos acostumbramos a que las cosas funcionen de determinada manera, aunque no nos gusten, y nos volvemos especialistas en creer que nunca cambiarán.
Por ejemplo, en la política, esa antigua «normalidad» supone un modo de ejercerla basado en el odio, la polarización y la división en el que se realizan diagnósticos superficiales sobre los problemas de la sociedad, concentrándose más en atacar y defender que en buscar el bienestar de todos.
Esta situación ha generado frustración respecto de los políticos y los gobiernos y poca credibilidad de que puedan garantizar igualdad de oportunidades e impulsar los cambios que se necesitan. Y, en este contexto, nos hemos acostumbrado a priorizar nuestros intereses individuales sobre los intereses colectivos.
En nuestra sociedad, esto se refleja en todos los niveles, desde el ejercicio de la política hasta estacionarse «solo un ratito» en medio de la calle para recoger pasajeros o a nuestros hijos. Queremos vivir en una sociedad ética, pero normalizamos los actos de corrupción en nuestra vida cotidiana; deseamos una ciudad más ordenada, pero utilizamos el carril reservado para emergencias como si «solo nosotros» necesitáramos llegar antes; o, deseamos una ciudad limpia, pero dejamos restos de envolturas o colillas de cigarros en la arena cuando vamos a la playa.
Actuamos pensando en lo que cada uno necesita, sin considerar el impacto de esas acciones a nuestro alrededor. Estamos contagiados con la idea de que «todo se trata de mi», incluso deteriorando el propio entorno al que pertenecemos, y esta visión en la que priorizamos solo nuestras necesidades ha contribuido a la crisis de confianza en la que vivimos, que motiva gran parte de los problemas que enfrentamos.
Culpamos a la sociedad, pero somos la sociedad y, por tanto, nuestro bienestar no está separado del bienestar de los demás. Así, en la medida que somos corresponsables del entorno en el que vivimos, las personas tenemos el poder de influenciar un cambio. A través del cambio individual se puede impulsar un progreso colectivo, y las personas y las organizaciones podemos liderarlo.
Es probable que pienses que tú puedes estar dispuesto, pero ¿qué hay de los demás? Coincido que lograr un cambio de comportamiento masivo no es un proceso fácil, pero es posible inspirar a otros y generar un efecto multiplicador en nuestros hogares y grupos cercanos a través de la comunicación y del ejemplo basado en la autenticidad y la coherencia.
Siempre tienes la libertad de decidir qué postura asumir, pero las consecuencias no son neutras. Tus decisiones tienen un impacto más allá de ti mismo, quieras o no, pues si participas de la causa, participas en el efecto. La «ley de causa y efecto» es una ley universal que se aplica a todo y a todos.
En este sentido, si tu posición frente a lo que vivimos es «viajar con la corriente» estarás alimentando el modelo; y, si tu decisión es «no hacer nada» o «mantenerte al margen» esta omisión también tiene una consecuencia y es consentir que las cosas sigan igual.
Las preguntas que debemos hacernos son: ¿qué clase de ciudadano eliges ser? ¿cuál es el impacto que estás generando? y ¿cuál es el modelo de sociedad que estás alimentando?
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