Vivimos en un mundo que nos programa para ser competitivos. El modelo de éxito está definido en función al logro de objetivos y pensamos que todas las personas «exitosas» son felices. De pronto, nos topamos con la noticia de una celebridad inmersa en una profunda depresión y nos cuesta entender cómo sucede algo así cuando aparentaba tener una vida perfecta que «ya quisiera yo tener». Y por el contrario, vemos a alguien que según los estándares de la sociedad no encaja en el prototipo de «persona exitosa» y asumimos que no es tan feliz, y resulta que estamos equivocados.
Lo que sucede, es que nos hemos acostumbrado a asociar los resultados al éxito. Celebramos un estilo de vida que aparenta perfección a cualquier costo, en el que los logros deben ser mostrados ya que constantemente estamos comparándonos con los demás. Así, sacrificamos muchas veces lo que nos hace felices a cambio de ser reconocidos o sentirnos validados.
El ego necesita logros para sentirse seguro, pues como dicen algunos autores, se alimenta del feedback exterior. No obstante, cuando nos trazamos metas es importante no solo definirlas sino que tengamos claro por qué luchamos por ellas pues, de lo contrario, la felicidad que sentimos al alcanzarlas será pasajera y se irá pronto.
El ego al que nos referimos es «el ser que creemos que somos» basado en nuestras vivencias e interpretación de ellas. La imagen mental de quiénes somos es influenciada por nuestro condicionamiento cultural y personal, lo que puede distorsionar la percepción de la realidad y nos aleja de quiénes somos en verdad.
Así, cuando nos dejamos dominar por el ego desarrollamos una falsa autoestima –que necesitamos proyectar a los demás–, buscamos aprobación permanente, somos muy autoexigentes, tratamos de tener la atención del resto y evaluamos constantemente a las personas, escondiendo detrás el miedo a fallar, a la desaprobación, a ser juzgados y al rechazo social.
El ego busca la perfección, dar una buena imagen ante los demás y tener siempre el control de las situaciones y las personas. Pero, lo cierto es que no es posible estar en control de lo que sucede a nuestro alrededor. Lo que sí controlamos es qué queremos hacer con eso.
Las personas que practican controlar sus respuestas ante las cosas que les suceden, se enfocan en manejar sus propios pensamientos, emociones y comportamientos, evitando concentrar su energía en tratar de cambiar a otras personas o lamentarse constantemente de que las cosas no son como esperan.
Muchas personas se ahogan en la vida por no saber liberar, y por esto es importante aprender a no quedarnos atrapados en las expectativas de cómo hubiéramos querido que fueran las cosas o cómo hubiéramos esperado que se comporten las personas. Debemos reconocer que no podemos controlarlo todo y dejar ir aquello sobre lo que no podemos hacer nada, porque está hecho.
Lo importante es hacer siempre lo mejor posible, sea cual sea la circustancia –tal como me recordó una gran amiga–, pues siempre habrán complicaciones en el trabajo, en la casa, con tus hijos o con tu pareja. La clave está en cómo elegimos responder a eso y para ello antes de reaccionar deberíamos preguntarnos: ¿Vale la pena molestarse? ¿Es realmente importante? ¿En verdad me afecta tanto?
Recuerda: hacer lo mejor posible no es ser perfecto, y no necesitas ser perfecto para ser feliz.
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