Las universidades que pretenden eliminar las funciones regulatorias de la SUNEDU quieren seguir realizando sus actividades educativas de acuerdo con sus propias reglas y estándares. Es decir, buscan determinar, por ellas mismas, las condiciones de calidad en sus ofertas educativas. Quieren seguir dando una educación deficiente para los cientos de miles de estudiantes que logran captar con la promesa de un título fácil. Esto, como lo han comprobado los estudios técnicos realizados por la SUNEDU, y otros organismos independientes, es una verdadera estafa.
Los maestros y las organizaciones gremiales que están en contra de la meritocracia para poder ingresar a la carrera magisterial, para obtener mejoras salariales y cargos de responsabilidad en el sistema educativo, quieren evitar las pruebas y las evaluaciones que realiza el MINEDU. Pretenden que les den los nombramientos por el sólo hecho de haber culminado sus estudios, de exhibir un título de docente, y, además, seguir ascendiendo en las escalas remunerativas y cargos de dirección sólo por antigüedad y “buena conducta”. Estas prácticas, como se ha demostrado en el país y en el extranjero, sólo traen ineficiencia, mediocridad y una educación deficiente para los niños y jóvenes.
En ambos casos, se trata de la pretensión de obtener privilegios, por un lado, para seguir estafando a los estudiantes universitarios sin ninguna supervisión y control, y, por otro lado, para obtener ingresos y nombramientos sin los méritos suficientes. Es el reino del privilegio, de la arbitrariedad, de la desigualdad y el engaño. Se trata de los valores que existían en el mundo feudal. En esa etapa histórica el rey otorgaba privilegios en forma de monopolios, que eran grandes, como los de la Compañía Británica de las Indias Orientales que acaparaba el comercio con la India y China, o pequeños, como el monopolio de la sal en un barrio de Paris, pasando por muchos otros monopolios como los del jabón, el vidrio, el hierro, los alfileres y los tintes (*). Estas empresas hacían lo que les daba la gana, cobrando lo que querían y vendiendo sin lugar a reclamo, con la bendición de la corona.
El mercado competitivo (que ocurre cuando existe un alto número de ofertantes y demandantes), que nació en Europa en el siglo XI (**), inauguró los valores de la libertad, de la igualdad, de la recompensa al trabajo duro y a la creatividad. En estos mercados, que nacieron en las nuevas ciudades comerciales e industriales y se extendieron por todo el continente, competían todos los productores (la gran mayoría pequeños y medianos) en igualdad de condiciones, ganando los más innovadores, los que mejoraban la calidad y reducían los precios. Es decir, ganaban los mejores. Estos valores se consolidaron y expandieron por todo el mundo con la revolución industrial inglesa del siglo XVIII, producto de la aplicación del conocimiento, la ciencia y la tecnología a la producción de bienes.
La revolución francesa, que recogió estos mismos valores de libertad e igualdad, y los elevó al plano político, incorporó además la dimensión de los derechos humanos. Las personas ya no podían ser oprimidas, explotadas a mansalva, abusadas, engañadas, por parte del rey, de los señores feudales, o por cualquiera. Todos los ciudadanos tenían derechos y debían ser respetados.
Las reglas del mercado competitivo se trasladaron al Estado; así, los que deseaban ingresar al servicio público debían competir, y se seleccionaban a los mejores. Se crea el concepto de la meritocracia, que permanece hasta el día de hoy. Estas reglas también se trasladaron al campo de la política, los partidos y los políticos debían competir con reglas de juego iguales para todos, ganando los que tienen el mejor programa, las mejores propuestas y los cuadros más calificados, que harán realidad esas promesas. La idea es que gobiernen los mejores. De esta manera, la modernidad significa que las mejores empresas prevalezcan en los mercados, beneficiando a los consumidores; los mejores funcionarios acceden al Estado y llegan a cargos de responsabilidad, beneficiando a los ciudadanos; los mejores políticos ganan las elecciones, beneficiando al país entero. Esas son las reglas de juego y los valores de la modernidad.
Las universidades de baja calidad, los gremios de docentes enemigos de la evaluación, los congresistas y funcionarios del ejecutivo que los apoyan, no quieren estas reglas de juego, quieren regresar el reloj de la historia, y pretenden que se les otorguen privilegios sin ninguna condición, y, además pretenden que no se respeten los derechos humanos de los alumnos, que se merecen una educación de calidad. No es casual que fuerzas políticas dirigidas por hombres de negocio mercantilistas (premodernos) también apoyen este retroceso histórico. Igualmente, que se hayan sumado a esta campaña antirreforma organizaciones religiosas conservadoras, caracterizadas por ser anticiencia, desconocer los derechos de las mujeres, oponerse al Estado laico y a la educación sexual en las escuelas.
Es una tremenda ofensiva para destruir la modernidad, sus valores y sus instituciones. Todos ellos están en contra de la competencia, en contra de los méritos, de la excelencia, en contra de la igualdad, nos les gustan las reglas de juego iguales para todos, rechazan a los derechos humanos de los estudiantes. Al haber accedido a una cierta cuota de poder (en el Congreso y el Ejecutivo), se sienten los nuevos reyes, los nuevos señores feudales, por encima de la ley, por encima del escrutinio, por encima de la transparencia y por encima de las responsabilidades que conlleva el ejercicio del poder.
Pero la mayoría de nuestro país, y especialmente los jóvenes, no permitirán que se salgan con las suyas, no permitirán que retrocedan el reloj de la historia y que nos devuelvan al oscurantismo, la arbitrariedad y la mediocridad medieval. No pasarán.
[*] Acemoglu D y Robinson J (2012), Por qué fracasan los países, Deusto, pag. 225
[**]. Casson M (2011), The Origin and Development of Markets, HBR.
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