Fernando de Magallanes le prometió al joven rey de España descubrir el camino más corto y seguro a las anheladas islas de las especias, que ampliarían sus dominios y le proporcionarían riquezas.
En la web conmemorativa del V centenario de la primera vuelta al mundo (1519-1522), en la sección biblioteca, encontramos toda una relación de libros que van desde la novela, el thriller o la ficción hasta el ensayo sobre este hecho histórico. Desde que comenzaran los actos de celebración de la efeméride se ha hecho un esfuerzo abrumador por divulgar la historia, compartir el relato, como se dice ahora.
Estos libros son emocionantes y de gran valor. Pero faltaba una narrativa audiovisual que terminara de reivindicarnos en estos tiempos de cancelación, complejos y revisionismos, en ese producto estrella que hacen tan bien los anglosajones: una serie de televisión.
A pesar de que el mundo estaba entonces repartido en dos por el Tratado de Tordesillas, una mitad para España y otra para Portugal, la primera circunnavegación fue una empresa europea que cambió la forma de ver el mundo, que conectó a sus gentes dando a conocer otras creencias, costumbres y valores, y que sentó las bases de muchas de las innovaciones posteriores bajo la legítima excusa de abrir nuevas rutas comerciales y de compartir una religión y una cultura, igual que hicieron antes otras expediciones.
De Zweig a la televisión
Escribe Stefan Zweig en la introducción a la biografía del marino portugués Fernando de Magallanes, almirante de la expedición que dio la primera vuelta al mundo, que los libros pueden tener su origen en los más variados sentimientos. El suyo fue la vergüenza al descubrir lo que aquella hizo en nuestro beneficio y el poco crédito que se le había dado a la hazaña.
El escritor, que había viajado a América del Sur en el buque más seguro, con todos los lujos (el frío se paliaba girando una llave que calentaba su camarote), conocedor del término de su viaje, de la hora de llegada y de que sería acogido amablemente, se sintió acomplejado ante tales comodidades frente a aquella gesta de principios del siglo XVI en barcos austeros, marcada por las dificultades, la incertidumbre y, en ocasiones, la hostilidad y la muerte.
Cambiemos Zweig por Amezcua, Patxi (guionista), libro por serie, comodidad por 5G y vergüenza por dignidad. El resultado es la justificación creativa de Sin límites. Aun con las licencias propias de una ficción que pretende entretener, hace justicia a quienes transformaron sus deseos en verdad.
Entre esas licencias, por ejemplo, encontramos la de enrolar a los dos protagonistas, Magallanes y Elcano, en la misma nave. Igualmente, otra concesión que se toman los creadores es obviar hasta el final el nombre de Sanlúcar de Barrameda, la salida natural del Guadalquivir al mar. Sevilla fue donde se fraguó el viaje, pero los navegantes permanecieron más de un mes en Sanlúcar para terminar de avituallar los barcos y, estratégicamente, despistar a los portugueses que querían interceptarles. Además, nunca se enfrentaron a ellos a cañonazos en mar abierto como se refleja en uno de los episodios.
Este detalle es importante porque Magallanes hizo numerosos viajes entre Sevilla y Sanlúcar en ese tiempo, antes de partir, y no zarpó junto al resto de capitanes, como recoge la serie, ni hubo una solemne despedida en presencia del rey, aunque sí una enorme expectación entre los habitantes de la ciudad.
Lógicamente, aquella localidad fue también el punto de llegada, como se ve en el desenlace de la producción, cuando nadie les esperaba. Por otro lado, llama la atención que Elcano queda desprovisto en todo momento de su espiritualidad cuando su testamento es una prueba fehaciente de sus creencias: numerosas iglesias y órdenes religiosas se beneficiaron de su generosidad en cumplimiento de sus promesas.
Una escuadra de propagandistas
En el artículo Verdad y propaganda en el legado escrito de la primera vuelta al mundo para la Revista de Occidente (2018), escrito junto al profesor David Varona, reflexionábamos sobre la necesidad de abordar el viaje desde el ámbito de la comunicación. Empezando por Magallanes, que hizo campaña de sí mismo ante el rey Carlos en la búsqueda de su business angel, los candidatos más interesados en formar parte de la tripulación también procuraron labrarse una buena marca personal.
Magallanes le prometió al joven rey de España descubrir el camino más corto y seguro a las anheladas islas de las especias, que ampliarían sus dominios y le proporcionarían riquezas.
Para ello, creó toda una escenografía propia de Mad Men. Ahí estaban Carlos V y su cohorte –el cliente– y Magallanes –la agencia–, junto a un exótico esclavo malayo que daba fe de su relato. El power point de entonces era un mapa (el de Behain) al que se hubo de aplicar el Photoshop de la época para reflejar un resultado posible: llegar a Filipinas por Occidente. Y así logró persuadir al monarca, que le proporcionó cinco navíos (Concepción, Trinidad, Victoria, San Antonio y Santiago) y su confianza.
Una vez embarcados, se creó una imagen dura, impuso su liderazgo, su auctoritas, bajo la mirada del inspector del rey, Juan de Cartagena, lo que no evitó las sospechas, las envidias, las conspiraciones ni, finalmente, los amotinamientos.
Antonio Pigafetta, cronista del viaje, mintió en sus credenciales para poder formar parte de la expedición. Se alistó como sobresaliente bajo el nombre de Antonio Lombardo y engordó su currículum exagerando sus habilidades de traducción. Su misión, en realidad, estaba orientada a agradar con informaciones a su valedor, Monseñor Francesco Chiericati, protonotario apostólico del Vaticano.
Pigafetta anotó y registró cuanto pudo, ofreciendo infinidad de detalles y descripciones sobre la orografía, el tiempo, las lenguas y costumbres de los lugares en los que fueron recalando, e incluso sobre el físico y las vestimentas de sus gentes. Pecó en ocasiones de credulidad, inocencia y, sobre todo, dejó constancia de las virtudes de su admirado almirante Magallanes; todo en él era bueno.
Sin embargo, tras la muerte de este, en su diario omite el nombre de Juan Sebastián Elcano, quien asumió por consenso, dado su conocimiento y valía, la responsabilidad de regresar a España con los supervivientes. Resulta curioso, además, cómo a partir de entonces la crónica del viaje se va haciendo más raquítica. Parece evidente que, en el relato más completo de aquella proeza, la gloria estaba reservada solo para un hombre y ese era Magallanes.
El verdadero explorador
Juan Sebastián Elcano fue quizás el más transparente en su comportamiento; él era un verdadero explorador. Desde el inicio mostró su disconformidad ante muchas de las decisiones de Magallanes y formó parte de un amotinamiento. Quizás fue esa franqueza, porque sabía lo que había que hacer, la que preservó su vida.
Mientras el ideólogo de la expedición tomó represalias ajusticiando a algunos de los sublevados, mantuvo al experimentado marino en sus funciones. No obstante, Elcano también jugó sus cartas. Cuando, famélicos y exhaustos, después de tres años volvieron a Sanlúcar de Barrameda solo 18 de los 237 hombres que habían salido hacia las islas de las especias, su primera misión fue dar cuentas ante el rey en Valladolid.
Allí Elcano se garantizó una buena remuneración por la hazaña, la financiación de una nueva expedición (aún le quedarían ganas), y un título tangible, en forma de escudo y recogido en los documentos oficiales, que dejara patente la verdad de aquella gesta: Primus circumdedisti me (el primero que dio la vuelta al mundo).
Bulos, rumores, mentiras y leyendas
Edward Rosset recrea en Los navegantes el ambiente en Sevilla durante los preparativos del viaje, y escribe que circulaban por la ciudad sicarios que “hacen el oficio de repartidores de bulos. En un momento llevan las falsas noticias de un lado a otro de la población, a fin de que no haya nadie que no se entere”. Todo ello con la intención de dificultar el reclutamiento.
Generaron miedos e incertidumbres y divulgaron leyendas sobre los infortunios del sevillano Juan Díaz de Solís. Él había emprendido unos años antes un viaje similar al de Magallanes y terminó, según cuentan, asado como banquete de una tribu cualquiera.
También difundieron un testimonio interesado los tripulantes de la San Antonio, una de las cinco naves que componían la flota, quienes abandonaron la misión aprovechando una de las exploraciones que era costumbre hacer durante el viaje en busca de pasos, comidas o información, porque no creyeron nunca en el proyecto de Magallanes y temieron por sus vidas.
Al desertar a finales de noviembre de 1520 y regresar a España, ganaron dos años de ventaja para fijar en el imaginario de la opinión pública la figura del almirante portugués como un personaje desalmado y despótico. Sin embargo, llama la atención que la corona se mostrase prudente ante el relato de los hechos, sin tomar partido. Podemos imaginar qué sintieron aquellos hombres cuando tuvieron noticia de que 18 almas habían vuelto para dar fe de aquel sueño posible.
Casualidades increíbles
El mayor logro de la humanidad tiene además algunas curiosidades que lo hacen aún más atractivo y poderoso: de las cinco naves, aquella que regresa es casualmente la llamada Victoria, con todas las connotaciones heroicas que el nombre tiene.
Entre los supervivientes encontramos a Antonio Pigafetta. El menos ducho en las artes del mar se burló de la muerte en más de una ocasión.
Y, finalmente, llega al mando de la menguada expedición Juan Sebastián Elcano porque, a pesar de sus diferencias, sabía que el proyecto de Magallanes era posible. Como dice Zweig: “Está destinado siempre al hombre único […] el poder convertir en realidad y en verdad perdurable lo que ha sido un deseo soñado”.
Paula Herrero Diz, Profesora del Departamento de Comunicación y Educación en la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, Universidad Loyola Andalucía
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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