¿Por qué nos incomoda tanto el silencio?

Los silencios han sido objeto de estudio científico desde hace décadas. | Fuente: Unsplash

El silencio puede sugerir una confrontación o la existencia de emociones que se prefiere no expresar, avivando con ello cierta inseguridad.

Es bien sabido que las palabras que empleamos en una conversación solo constituyen un porcentaje discreto de todo lo que comunicamos. La expresión de nuestra cara, los gestos que articulamos con el cuerpo, la posición que ocupamos en el espacio e incluso el tono de la voz (prosodia) son imprescindibles para hacernos entender.

Puede decirse que comunicar nos permite construir puentes entre realidades individuales que de otro modo serían impermeables, compartiendo así nuestras necesidades con quienes nos rodean y entendiendo mejor las de los demás. Esto es, posibilita que nos encontremos en el insondable océano de las relaciones sociales.

No debemos olvidar que la comunicación es un proceso increíblemente complejo. Incluso si tomamos la decisión de mantenernos callados estaremos trasladando sutilmente un mensaje que dependerá del contexto, de las experiencias compartidas con nuestro interlocutor y del modo particular en que procesamos esta sutil forma de intercambio.

El término con el que solemos aludir a este fenómeno es el de silencio social. Pese a que la sensación aparente es la de un vacío, como un paréntesis en el flujo natural del discurso, lo cierto es que nos permite sugerir una extraordinaria variedad de estados emocionales. Algunas personas serán receptivas a los mismos, mientras que otras los vivirán con cierta desazón.

¿Qué tipos de silencio existen?

Los silencios han sido objeto de estudio científico desde hace décadas, pues pueden tener efectos muy importantes sobre las dinámicas de interacción y sobre los sentimientos de quienes participan en ellas. En este sentido, los investigadores del fenómeno distinguen tres modalidades: la pausa individual, los lapsos en la conversación y el silencio social inexplicable.

La pausa individual tiene lugar cuando una única persona se dirige a un auditorio, como un cómico que ofrece un monólogo o como un estudiante que expone frente a sus compañeros de clase. Aquí el silencio suele usarse para atrapar a los oyentes o para generar interés, pero también puede sugerir desconocimiento respecto al tema del que se habla (algo especialmente temido por quienes sufren ansiedad social).

Los lapsos en la conversación representan lo que se aproxima más fielmente a lo que conocemos como “silencios incómodos”. Hablamos de aquellos que se producen entre dos personas y que rompen las expectativas de un intercambio fluido. Pueden suceder en quienes apenas se conocen pero también en quienes han mantenido un vínculo durante mucho tiempo, dependiendo su efecto de la confianza que se haya fraguado.

Por último, el silencio social inexplicable describe una situación que todos hemos vivido alguna vez. Ocurre cuando más de dos personas interactúan simultáneamente (narrando anécdotas, trazando conversaciones paralelas, etc.) y de repente todo se detiene, quedando un vacío atronador. En tales casos, entre perturbadores y jocosos, suele decirse que “ha pasado un ángel”.

Hay que tener en cuenta que los silencios son un recurso comunicativo que puede ser legítimamente usado y que en determinadas circunstancias incluso llega a ser productivo, sobre todo cuando se dan en el contexto de una escucha activa. Como dijo Jorge Luis Borges: “No hables a menos que puedas mejorar el silencio”.

¿Por qué el silencio puede vivirse como algo incómodo?

El silencio implica una ruptura en la dinámica natural de las conversaciones, cuya lógica es idéntica a la de otros procesos sociales que requieren la coordinación de las partes implicadas. Cuando fluyen sin problemas se ensalza la predictibilidad del encuentro, lo que redunda en una mayor seguridad dentro de la incertidumbre que acompaña a toda relación.

Existe evidencia de que la fluidez de la conversación estimula el sentido de pertenencia y la coherencia de un vínculo particular, reivindicándolo como algo diferenciado de todos los demás. Asimismo, cuando ofrecemos respuestas rápidas promovemos la sensación de consenso respecto a los temas importantes, lo que sugiere que estamos ideológica y emocionalmente alineados con el otro.

Las conversaciones fluidas alimentan el sentido de pertenencia social, nos validan como parte del grupo, nos proporcionan una sensación de control sobre las dinámicas relacionales y contribuyen decisivamente a la autoestima. En cambio, el silencio puede sugerir una confrontación velada o la existencia de emociones que se prefiere no expresar, avivando con ello cierta inseguridad.

¿El silencio es siempre incómodo?

El silencio no siempre es incómodo. Cuando el vínculo está suficientemente consolidado y existe una relación de confianza, constituye una oportunidad para estrechar lazos. Si no existen conflictos sin resolver, el silencio queda despojado de las cualidades negativas que tiene para aquellas personas cuyos lazos sociales son frágiles o están bruñidos de temor.

Por otra parte, las personas con una buena autoestima suelen vivir los silencios con mayor comodidad. Esto es así porque no albergan expectativas negativas sobre lo que los demás pensarán de ellas, por lo que el silencio (que tiende a rellenarse con nuestros miedos e inseguridades) adquiere matices más sosegados e incluso reconfortantes.

En todos estos casos, el silencio puede ser aprovechado y extraerse de él algo positivo: una mayor reorganización de las ideas que queremos expresar, un instante de intimidad, etc. También nos proporciona calma en un mundo generalmente bullicioso, algo que solo deseamos compartir con las personas más allegadas a nosotros.

En definitiva, los efectos del silencio sobre nuestro bienestar pueden estar más asociados a nuestra forma de interpretarlos que a la intención de los demás cuando hacen uso de él. Entender este matiz puede ayudarnos a afrontarlos de una manera mucho más constructiva.The Conversation

Joaquín Mateu Mollá, Profesor Adjunto en Universidad Internacional de Valencia, Doctor en Psicología Clínica, Universidad Internacional de Valencia

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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