Para establecer la relación entre la estructura del cerebro y las funciones cognitivas superiores (el comportamiento), lo ideal es conocer de antemano cuántas neuronas hay en el cerebro, cómo se distribuyen por zonas y cómo están conectadas.
El cerebro de un mosquito es casi como el suyo y como el mío. Y no sólo porque esté constituido principalmente por neuronas, sino también porque los mosquitos son capaces de realizar funciones superiores y comportamientos avanzados que les permiten sobrevivir y reproducirse en su entorno.
Al fin y al cabo, la complejidad del sistema nervioso de un organismo no está del todo relacionada con la posición de la especie en la escala filogenética. Es decir, con el lugar que ocupan en la representación de las relaciones evolutivas entre diferentes organismos o especies. Esta escala o árbol filogenético se basa en la idea de que todos los seres vivos han evolucionado a partir de un ancestro común para dar lugar a todas las formas de vida. Así, los diferentes grupos de especies se han adaptado a la presión del medio ambiente al disponer, entre otras ventajas evolutivas, de un sistema nervioso más o menos complejo.
De modo general, podemos decir que existe una cierta tendencia a que los organismos más evolucionados tengan sistemas nerviosos más complejos que los organismos situados más atrás en la escala filogenética. Por ejemplo, un pez, que es un vertebrado que ocupa una posición digamos que más evolucionada en la escala filogenética, tiene un sistema nervioso más complejo que un invertebrado como una medusa. Y dentro de los vertebrados, los mamíferos tienen sistemas nerviosos aún más complejos que los peces.
Sin embargo, se dan excepciones a esta tendencia en la posición evolutiva. Hay invertebrados, como los pulpos, que muestran comportamientos más avanzados que otros invertebrados; por ejemplo, la resolución de problemas y su capacidad para aprender.
Otro caso singular es el de los cuervos, vertebrados que presentan un sistema nervioso menos desarrollado que el de los mamíferos pero que son conocidos también por su capacidad para resolver problemas y usar herramientas, además de por su extraordinaria memoria.
Y qué decir de las abejas, invertebrados que con un sistema nervioso mucho menos complejo que el de los vertebrados se comunican utilizando el lenguaje de la danza y muestran memoria espacial: pueden aprender y recordar la ubicación de las flores, y realizar cálculos simples en su búsqueda de néctar.
Moscas y mosquitos para estudiar el comportamiento
Hay especies de insectos, como las moscas y los mosquitos, que son excelentes modelos animales para investigar los mecanismos celulares y moleculares que producen determinados tipos de comportamiento.
Entre estas especies destaca la mosca de la fruta (Drosophila melanogaster), que puede aprender y recordar información, asociando olores y sabores con eventos positivos o negativos. Además, es capaz de navegar y orientarse en su entorno utilizando señales visuales y otras pistas sensoriales.
La mosca de la fruta también exhibe comportamientos sociales: de agregación y comunicación entre individuos, de cortejo y apareamiento complejos y de salir pitando si hay una amenaza. Y las parejitas de moscas hasta llegan a sincronizar su comportamiento.
La importancia de conocer el mapa de un cerebro
Para establecer la relación entre la estructura del cerebro y las funciones cognitivas superiores (el comportamiento), lo ideal es conocer de antemano cuántas neuronas hay en el cerebro, cómo se distribuyen por zonas y cómo están conectadas.
Y esto no es nada fácil. Se estima (y sólo se estima) que en el cerebro humano hay unos 86 mil millones de neuronas y cientos de billones de conexiones entre ellas. Imaginen lo difícil que es llegar a conocer dónde exactamente está cada una, y cómo y con qué otras neuronas se conecta.
Aunque hay muchas menos neuronas en el cerebro de un mosquito (unas cien mil) o en el de la mosca de la fruta (alrededor de doscientas mil), tampoco se conocen ni su número exacto ni las conexiones que establecen, que seguro que son millones.
Pues bien, se acaba de publicar el primer mapa del cerebro de una larva de mosca, investigación que ha necesitado 12 años para detectar y caracterizar sus 3 016 neuronas y las 548 000 conexiones (sinapsis) entre ellas. Y sí, han estudiado una a una todas estas neuronas y sus miles de sinapsis.
La larva de la mosca, aun con menos neuronas y conexiones que cuando son adultas, también muestra un comportamiento complejo y la estructura de su cerebro es como la de sus mayores.
Desde el punto de vista funcional, los autores han encontrado que los circuitos cerebrales más activos en la larva son aquellos que están implicados en el aprendizaje. Y que sus técnicas de análisis, tanto experimentales como computacionales, pueden ser la base para obtener el mapa de otras especies.
E incluso proponen que el tipo de redes de aprendizaje detectadas pueden servir de inspiración para el desarrollo de nuevos algoritmos de inteligencia artificial.
Veremos a ver (interesante expresión coloquial) hasta dónde nos puede llevar conocer el mapa del cerebro de una larva de mosca. Nada despreciable es, pues, que nuestro cerebro funcione al menos como el de un mosquito.
Francisco José Esteban Ruiz, Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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