Dos décadas de expediciones, en las que han participado un centenar de científicos de todo el mundo, han desvelado los secretos de un paraíso de la biodiversidad hasta ahora desconocido: el archipiélago Montano del Sudeste.
Dos décadas de expediciones, en las que han participado un centenar de científicos de todo el mundo, han desvelado los secretos de un paraíso de la biodiversidad hasta ahora desconocido: el archipiélago Montano del Sudeste. Es la ecorregión más reciente y la más amenazada de África. Alberga decenas de especies endémicas que crecen en islas rodeadas por un océano de hierba.
Los primeros paraísos de la biodiversidad
Hay un lugar en el mundo donde todas las fuerzas de la naturaleza convergen y crean un entorno tan único que hay más animales que en ningún otro lugar del planeta. Sobre un océano lleno de arrecifes de coral se elevan volcanes cubiertos de selvas tropicales y los ecosistemas se entrelazan para crear una biodiversidad inigualable. Es Insulindia, el archipiélago malayo, la tierra de las veinticinco mil islas que, entre 1854 y 1862, exploró Alfred Russel Wallace y donde hizo algunos de los descubrimientos científicos más importantes de su tiempo.
Wallace viajaba en un infatigable afán por demostrar cómo la geografía afecta a las áreas de distribución de las especies, condiciona sus orígenes y su multiplica diversidad. Mientras, desde su casa de Downe, otro naturalista, Charles Darwin, recopilaba la infinidad de evidencias y argumentos que sostendrían la publicación en 1859 de El origen de las especies, el libro que trastocó conceptualmente el mundo. Siempre que embarcaba en una expedición, Darwin llevaba consigo un ejemplar de El paraíso perdido de John Milton.
Sin la mano de Dios
Fue en las islas Galápagos donde ocurrió la némesis de Darwin, el viraje desde una timorata mentalidad religiosa a otra abiertamente heterodoxa en la que la herencia biológica reemplazaba la mano del relojero divino. Galápagos, un paraíso perdido en medio del Pacífico que, a los ojos del joven naturalista, apareció como un laboratorio de la evolución.
Aunque en su travesía de cinco años el Beagle permaneció tan solo cinco semanas en las Galápagos, a este lugar está dedicada aproximadamente una cuarta parte de las notas y del libro de campo de Darwin. Había encontrado uno de los paraísos primigenios de la evolución, y allí mismo comenzó a arrojar por la borda el cargamento creacionista de Milton.
Teniendo en mente el asombro que Wallace y Darwin sintieron en sus respectivos paraísos insulares, se entiende mejor el que han debido experimentar los naturalistas que acaban de describir un nuevo paraíso de islas sin mar.
El Archipiélago Montano del Sudeste de África
South East Africa Montane Archipelago (SEAMA), este es su nombre. El paisaje de la nueva ecorregión lo protagonizan treinta oteros graníticos, algunos de los cuales superan los 3 000 m de altitud. Son inselberg o “montes isla”, colinas aisladas que dominan la llanura, batolitos formados hace entre 600 y 125 millones de años. Hoy, en las treinta colinas sobreviven los bosques tropicales montanos perennifolios más grandes (el monte Mabu) y más pequeños (el monte Lico) del sur de África. Más arriba en la colina, por encima de estos bosques primigenios, prosperan prados subalpinos biológicamente únicos.
En África, las montañas suelen albergar bosques relictos (último refugio de especies), restos de un amplio cinturón forestal del Terciario. Antes de la elevación y del aumento progresivo de la aridez de las mesetas orientales, el bosque se extendía por la mayor parte del continente.
Islas en el cielo
Durante el Oligoceno temprano, a medida que el clima mundial se enfriaba, las selvas tropicales panafricanas comenzaron a fragmentarse. Esto provocó una reducción significativa de los bosques durante todo el Mioceno. La fragmentación de los bosques produjo las “islas en el cielo” que albergan la biodiversidad única que vemos hoy. Gran parte del bosque original en África oriental quedó confinado en estos parches montañosos aislados que persistieron gracias a las lluvias orográficas.
Inmersas en esos pequeños bosques confinados, limitadas por su baja capacidad de dispersión, algunas especies quedaron atrapadas en los refugios de las tierras altas. Allí los vientos alisios, cargados de humedad, mantenían un clima relativamente estable.
Las fluctuaciones climáticas posteriores, a lo largo del Cenozoico tardío, dificultaron el flujo genético, la migración de genes, entre individuos de una misma especie pero que se encontraban en montañas adyacentes. Así que cada una de estas islas de roca se constituyó en un centro evolutivo que favoreció la especiación alopátrica (causada por la presencia de una barrera geográfica). Así hasta establecer los hábitats únicos, ricos en especies endémicas: reptiles, anfibios, mamíferos, cangrejos y mariposas que ahora caracterizan los sistemas montanos africanos.
La riqueza del paraíso
Los 3,3 km² sobre los que se extiende esta pequeña ecorregión albergan 30 especies de mariposas estrictamente endémicas, que solo existen en el Archipiélago Montano; seis especies de cangrejos de agua dulce; 11 especies de anfibios; 22 nuevas especies de reptiles, entre ellas, un nuevo y diminuto camaleón pigmeo (Rhampholeon maspictus); cuatro nuevas especies de mamíferos y 117 especies de plantas estrictamente endémicas.
Es un número notablemente alto para un área geográfica tan limitada, y con toda probabilidad aumentará cuando se incorpore el muestreo de algunos grupos de criptógamas (vegetales sin semilla) e invertebrados que requieren el análisis de grupos de taxónomos especializados.
El componente endémico en su conjunto es una consecuencia del aislamiento de los oteros, separados desde el Terciario del resto de los bosques panafricanos por las inmensas llanuras cubiertas de sabanas, un mar de hierba cuya aridez estacional impide el desarrollo de biomas forestales.
Amenazas
Pero no todo son buenas noticias. A pesar de ser de importancia mundial para la biodiversidad y de los esfuerzos de los gobiernos de Malawi y Mozambique, la ecorregión se encuentra gravemente amenazada. Desde que los científicos comenzaron sus estudios hace veinte años, las montañas, que sucumben bajo la presión de la agricultura de tala y quema, la caza y la demanda de combustible y madera, han perdido una quinta parte de su extensión de selva tropical, casi la mitad en algunos casos, una de las tasas de deforestación más altas de África.
De no cambiar la tendencia, la nueva ecorregión, un Edén de la biodiversidad, puede convertirse, como el de Milton, en un paraíso perdido más. Las estirpes condenadas a millones de años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la Tierra.
Manuel Peinado Lorca, Catedrático emérito. Director del Real Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá, Universidad de Alcalá
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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