Luciano Durano Coyla es un adulto mayor puneño que elabora embarcaciones de totora en miniatura. Así, mantiene a su familia y guarda la tradición del pueblo aimara.
Igual que Manco Cápac en la leyenda, Luciano Vladi Durano Coyla vino al mundo sobre el Lago Titicaca, específicamente en la isla flotante Toranipata. En su ADN lleva impregnada la innata habilidad aimara de tejer la totora hasta transformarla en resistentes embarcaciones lacustres que funcionan como decoración.
Como buen heredero de la tradición de los uros, a sus 75 años es un astillero viviente que hoy se dedica a la fabricación manual de vistosas embarcaciones de totora en miniatura que son la debilidad de los turistas nacionales y extranjeros, quienes poco a poco van volviendo a Puno tras el freno generado por la pandemia.
La habilidad para crear embarcaciones en miniatura
Usuario del Programa Nacional de Asistencia Solidaria “Pensión 65”, del Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis), Luciano disfruta haciendo las pequeñas naves con manos y pies. Sí, con pies, porque solo pisándola puede amarrar la totora previamente cortada y cuyo largo no supera los 30 centímetros.
En el centro poblado Jayllihuaya, en uno de los extremos de la ciudad de Puno que colinda con el lago navegable más alto del mundo, Luciano pasa largas horas confeccionando las enanas balsas sobre una manta, con las nubes como techo, entre su habitación y una especie de desván.
Aprendió a trabajar la totora en 1970 mirando cómo lo hacían sus paisanos. Primero se volvió un experto construyendo las balsas que son asombro de propios y extraños. “Hacer embarcaciones de totora es tradición del pueblo aimara. Yo llevo eso en la sangre”, comenta orgulloso.
Mientras arma las mini balsas vuelve a ser niño. Siente como niño. Ríe como niño. Para dar en la yema del gusto de los niños hay que ver el mundo como ellos. “Mis ocho nietos me aman. Les hacía balsitas y se las regalaba como juguetes”, dice Luciano, convencido de que, aunque seamos grandes y paguemos cuentas, todos llevamos un niño dentro.
Conoció a su esposa Francisca en la escuela y los padres se encargaron de casarlos, tal como manda la cosmovisión aimara, arraigada en las islas flotantes. Tuvieron un hijo y dos hijas, y se entienden a la perfección. Luciano va, una vez a la semana, a las islas flotantes que lo vieron nacer para vender sus embarcaciones en miniatura. Rema extensas horas e invierte todo el día.
“La pandemia nos ha fregado mucho. Ya no vienen tantos turistas como antes. Yo vendo mis balsitas a 3 soles cada una, y en una jornada me salen unas 15. Los “gringos” pagan y compran más que los de Lima”, asegura Luciano, quien arma una balsita en dos horas.
Cuando Francisca no lo puede acompañar, el viaje se le hace aún más largo y tedioso. Ni las mantas o tapetes, cuidadosamente bordados por ella, pueden reemplazarla. De tanto en tanto, Luciano también ofrece en venta el arte de su esposa.
Luciano Durano: El pescador artesano
Ser el segundo de 12 hijos implicó para Luciano varias responsabilidades a temprana edad. En casa la comida no alcanzaba para todos, por lo que un buen día, siendo aún menor de edad, decidió salir de pesca y se fue hasta el borde del Lago Titicaca que baña al distrito puneño de Capachica. Le fue tan bien que pudo concretar el ansiado trueque de papa por carachi. Desde entonces y durante varios años replicó esa práctica.
Rememora sus años de juventud cuando viajaba de Puno a la península de Capachica navegando sin cansarse. Hoy dosifica las fuerzas porque los años le pasan factura. La vista ya le juega malas pasadas y de noche no puede fabricar sus miniaturas. Pero no se autojubila y tampoco renuncia a esa sonrisa que rápidamente lo vuelve amigo de las cámaras. “Hay Luciano para rato”, asegura.
La vida del hombre que hoy es el creador de la flota más pequeña de balsas del Titicaca siempre ha estado ligada al lago, y, seguramente, así seguirá.
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